Edimburgo es una bufanda larga alrededor del cuello,
y una gorra calada.
Hay nieve sucia y pisada en las aceras
junto a la piedra impasible de las casas.
Tiene el color gris
como el pasado
y una mirada de té humeante
a media tarde.
Un reflejo tenue convive
con la belleza y la soberbia
de las estatuas de bronce en los paseos.
Los clientes esperan su turno
y las cajeras sonríen sin piedad desde el cansancio.
Nadie aúlla.
Hay niños adorables que cantan villancicos
junto al árbol
del hall de los grandes almacenes.
Hay mujeres jóvenes
como el sol de los domingos
con medias negras transparentes.
Son jóvenes vikingas
bajadas de las Highlands
con cuerpos de leche
lavados en nieves derretidas.
Y pastores de ciudad
con sus sueños tatuados en el cuerpo
como un atlas
de montes, de anchas llanuras y de ríos.