6 de octubre de 2010

Estrellada

-Las mujeres tienen que valerse por sí mismas, hija mía.-Le aconsejaba su madre.
Y no le faltaba razón, porque a la muerte del padre la madre se enteró de que su marido había sido un figurón que no les había dejado ni un céntimo en el banco. Estrella y su madre tuvieron que trabajar.
Y el primer trabajo fue planchar ropa en casa. Cada mañana, venía un repartidor de la tintorería que había a las afueras del pueblo y les dejaba un atado de ropa que ellas planchaban.
Mientras la madre planchaba, Estrella iba al mercado; mientras la madre planchaba, ella fregaba la casa, hacía las camas, y como su madre cocinaba muy bien, Estrella planchaba mientras la madre cocinaba. La simbiosis era perfecta.
Después de comer, se dejaban caer en el sofá y veían “Amar en tiempos revueltos”.
-Me gusta esta serie porque es de mis tiempos –decía su madre –mira, los hombres siempre van a lo suyo. Aprende, que estas series son muy instructivas.
Pero Estrella era un perro callejero, le gustaba hablar, contar chistes en las barras de los bares mientras tomaba una cerveza, fumar e ir al baile o a las fiestas cuando las había.
Toda la semana se la pasaba pensando en los sábados y los domingos. Planchaba muy bien y cada vez que había prendas delicadas en la tintorería se las mandaban a ella, hasta tal punto que en sus sueños se mezclaban las fantasías eróticas con el olor a almidón. Y Rosa Blanca le aconsejó que dejara la plancha porque sus amores se almidonaban.
Estrella no comprendía esta interpretación de sus sueños, pero como Rosa Blanca era su mejor amiga pensó que tendría que hacerle caso, ¿pero que haría si no planchaba?
Rosa se casó y Trini, la otra amiga, se fue a Toledo a cuidar a un sobrino parapléjico.
Una nueva amiga, Reme, entró en su vida. Reme era muy segura de sí misma, presumía de estar al corriente de las nuevas tecnologías, de pertenecer a las redes sociales, y de chatear en internet. Y cuando cambió de ordenador le vendió el viejo a Estrella y le enseñó a navegar. Y pronto ésta se iba a pasar varias horas cada noche chateando con desconocidos. Su “nickname” era “Andalucía mía”.
Un día, Antón26 le preguntó de dónde era; y dio la casualidad de que sólo les separaba una distancia de dieciocho kilómetros. Quedaron en encontrarse en un bar de la plaza. Ella llevaría un fular de rombos al cuello y él una visera de cuadros escoceses.
Aquella noche soñó que le almidonaba la melena a Antonio26, y por la mañana dos horas antes de lo convenido se sentó en el bar Los Álamos a esperar. Fue al aseo cinco veces.
Antón 26tendría unos treinta y tantos años, ancho, de barba cerrada y pinta de trabajar en el campo.
“Andalucía mía”, pasó grandes apuros para no decirle su verdadero nombre. Pero la verdad es que él no insistió.
Salieron del pueblo con un Seat Ibiza que tenía Antonio26 aparcado detrás del ayuntamiento.
El bis a bis tuvo lugar en una casa, a las afueras de Villalba. Era la primera vez que “Andalucía mía” hacía el amor, y no pudo nunca decir si le gustó o no; estaba tan nerviosa. Pero pasaron toda la tarde en la casa y tuvo ocasión de saborear las mieles con más calma.
Por la noche Antonio26 la dejó detrás del ayuntamiento y se despidió con un beso y un hasta la próxima semana. Nunca más lo vio.
Estrella se marchó a Manacor a buscar trabajo en hostelería y encontró trabajo en la lavandería de un hotel de cinco estrellas. Ahora tenía que almidonar cuellos y puños de camisa.
Volvió a frecuentar los chats de internet, pero no logró ninguna aventura. Hasta que un día encontró en la playa a un extranjero que la saludó cuando extendá la toalla sobre la arena. Era Bill, estaba sentado en un sillón plegable, era gordo, calvo, piernas muy peludas y fumador. No le quitaba el ojo a Estrella, y ella no sabía si sentirse admirada, seducida o agobiada. En estas se levantó y le pidió fuego.
Bill, el tranquilo fumador, tenía las dos manos ortopédicas, los dedos como de resina y cuero. Pero su conversación en español con sabor a whisky de malta le encantó a
Estrella.
La estrategia de aproximación fue cauta. A Estrella pensar en los dedos de Bill le daba grima, y ahora no soñaba con almidonarle la mano, sino con descubrir la parte del cuerpo que se escondía detrás de aquellos dedos que aunque pareciera raro le permitían a Bill agarrar el cigarrillo, coger la jarra de cerveza y hablar por el móvil.
Y en el momento de la verdad, Bill era tierno, cariñoso, afectuoso, dulce, sentimental,
y como durante años, hasta que le implantaron las manos ortopédicas, se acostumbró a trabajar con las piernas, era capaz de hacer cosas increíbles con los pies; también amar.
En el número 54 de la calle General Serrador alquilaron un piso y se pusieron a vivir en pareja.
-Tenemos que montar una charcutería. Trabajando en hoteles no se gana dinero.-Reflexionó el escocés. -Nuestro propio negocio, eso es lo que necesitamos.
Y meses más tarde Estrella estaba despachando salchichas con un delantal blanco y una cofia almidonados.
Bill importaba del Reino Unido salchichas de Yorkshire, y era capaz de elaborar salchichas frecas al estilo Dochester con los pies; también importaban salchichas de Frankfurt, jamón cocido y haggis de Glasgow. Estrella puso su grano de arena español y metió chorizo de rioja, morcilla de Burgos y la famosa sobreasada mallorquina.
Se admiraban al ver la cantidad de salchichas que repartía Bill a domicilio, y ella a trancas y barrancas aprendió cuatro cosas en inglés para despachar a la clientela.
El cuento de la lechera se estaba cumpliendo. Se compraron un monovolumen con un crédito que les dio el Banco Soler. A Estrella le temblaban las piernas cada vez que el director del banco les saludaba atentamente.
-Tanto tienes, tanto vales. Apréndelo, cabecita, -se reía el escocés.
Y surgió la ocasión de comprar un local en la misma calle de la charcutería.
-No hay problema. Yo me encargaré de que el préstamo cubra el cien por cien de la operación. –Les dijo don Bernardo, el director del banco.
-El dinero está barato, doña Estrella –sonreía don Bernardo. Y a Estrella le daba una risita nerviosa que sólo se le quitaba cuando Bill le pasabas las manos ortopédicas por la cintura.
La colonia británica de Manacor fue una clientelas fiel y suficiente. Bill les caía bien y adoraban a Estrella por su simpatía y profesionalidad. Lo que no sabían es que Bill era capaz de preparar los pedidos del día con los pies; y así lo hacía cada noche. La verdad es que trabajaban como burros: repartían, confeccionaban, controlaban las cuentas, los pagos iba a los bancos y limpiaban la charcutería.
-Estoy rendida – exclamaba Estrella cada noche, y Bill trataba de relajarla con sus caricias..
La única expansión de la pareja era tomarse unas cervezas en un pub de la playa y ver los partidos de la liga inglesa.
Don Bernanrdo, de la Banca Soler, les ofreció una ampliación de la hipoteca para que adquirieran un piso. A Estrella lo de adquirir le sonaba un poco cursi, pero lo de tener piso propio, un local, un coche, y todo en tan poco tiempo le resultaba increíble.
Buena estrella o buena pata, eso es lo que tenían, pensaba ella. Y comenzaron a pensar en la posibilidad de tener un hijo.
Aquella noche soñó que almidonaba las manos y los pies de Bill y que el hijo que acababa de tener (en sueños) lloraba en una cuna de sábanas y almohadones almidonados.
A la mañana siguiente Estrella miraba por todas las esquinas de la casa convencida de que algo raro iba a ocurrir; pero no vio nada.
En la televisión dijeron que había una crisis económica que afectaba a todo el mundo menos a España, porque jugábamos en la “ Champions Ligue”.
La alta temporada se llenó de camas vacías y los residentes del reino unido, de Francia y Alemania comían las salchichas en su tierra porque causas que ni Bill ni Estrella comprendían les impedían venir a Manacor. Era increíble: las salchichas frescas tipo Dochester acabaron en la basura, las de Frankfurt y los haggis los fue ofreciendo Bill por los bares y restaurantes.
Y llegaron los impagos, los requerimientos notariales, los embargos. Cada noche se almidonaban las sábanas en sueños tirantes y desasosegados. Bill le arañaba con las uñas de los pies, y cada vez era más adusto. Los clientes entraban con cuentagotas en la charcutería. Y antes de las navidades Bill desapareció, se fugó con el monovolumen.
Estrella corrió la voz entre la gente del barrio para hacer limpiezas; pero casi todas las chicas que trabajaban en los hoteles se ofrecían para hacer limpiezas.
La carta del desahucio la recibió Estrella un día frío y soleado. Le daban un mes para abandonar el piso y el local. Y le pedían que entregara el coche a la Seat inmediatamente.
Se acercó a la playa con la carta en el puño. Miraba al mar y le daba risa lo que le estaba pasando. Recordó un par de chistes que venían bien al caso. Pero la risa y el llanto se le mezclaban.
Un autobús paró junto al pretil donde estaba sentada, bajó un grupo nutrido de gente mayor, uno de ellos, cojeando, se acercó a Estrella y le pidió permiso para compartir el asiento. Estrella le miró de reojo y no le contestó. El señor, un sesentón con camisa azul, desabotonada, que dejaba ver una selva de vello blanco, exhaló una queja.
-Es la pierna, señorita –se levantó la pernera del pantalón y le mostró una ortopedia. –Estos viajes del Imserso son muy baratos, pero nos destrozan con tantos kilómetros de autobús.
Era el principio de una conversación que acabó en el chiringuito próximo donde el uno al otro se contaron todas sus penas y se bebieron cinco cervezas.
-Mi paga de jubilación no es muy buena, pero me da para ir tirando. Si quieres venir a mi casa, cerca de Albacete, puedes vivir a cambio de hacerme la limpieza y la comida.
Estrella pasó aquella noche almidonando los vellos de la pechera de Paco, que así se llamaba el jubilado.