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Ayer fui al velatorio de una pobre mujer que se murió de vieja. Alrededor del féretro suspiraban hondamente sus amigas, y las que iban llegando se acercaban a verla por última vez a través de una ventanilla abierta en la tapa de la caja.
Una antigua casona perteneciente a una familia de la alta burguesía insular había sido cedida en alquiler al municipio y habilitada como tanatorio a las afueras del pueblo.
Cuchicheábamos entre nosotras deshilvanando recuerdos.
Una antigua casona perteneciente a una familia de la alta burguesía insular había sido cedida en alquiler al municipio y habilitada como tanatorio a las afueras del pueblo.
Cuchicheábamos entre nosotras deshilvanando recuerdos.
Cansada de estar sentada, me levanté para tomar café en una pequeña cocina donde dos vecinas, amigas de la difunta, atendían a los visitantes. Me lo tomé azucarado y comí dos rosquetes. Después de pasar por el cuarto de baño, con el regusto del café aun en los labios, volví a mi asiento. Pero aun no había llegado, cuando me di cuenta de que el féretro estaba flotando. Es decir, el féretro flotaba en el aire, pero se movía como si fuera una barca en el agua. Durante unos minutos estuvo dando vueltas por la sala y de repente la muerta, Lina, se incorporó, y, sentada en el fondo de la caja, miraba fijamente al duelo y a todos los presentes. Nos dimos cuenta de que por su forma de mirar, Lina venía del otro mundo, o por lo menos de algún lugar situado muy a las afueras de éste. Su hijo, con el brazo y el índice derecho extendidos, la señalaba y no podía dejar de reír. No decía nada, sólo se reía y apuntaba con el dedo a su madre.
La finada, sentada en la base del féretro, comenzó a hablar, farfullando y babeando al principio, pero luego claramente; decía que ella se quería despedir de nosotras antes de marcharse al otro mundo, que había sido una mujer humilde, que un sinvergüenza la dejó preñada de joven y que aquel desliz cambió su vida, que lo único de valor que tuvo jamás fue el hijo que nació hace sesenta años. Al decir esto, señaló a su hijo, que no dejaba de reírse a carcajadas, no se sabe si de alegría, de pena o por nervios; sólo un juez podría determinar con criterios jurídicos el verdadero motivo de su risa.
La barca, digo, el féretro continuó navegando por los pasillos, pues en la casa pasillos interminables se sucedían a pasillos interminables y salones desnudos se abrían ante la barcaza como lagunas extensas. Por los balcones abiertos se precipitaban en cascada flujos de rayos láser que desaparecían entre las buganvillas del jardín.
La mujer recitaba un resumen de su tránsito por la vida. Tenía la cara de cera, los ojos brillantes y verdes que tuvo cuando la engañó el sinvergüenza y los labios amoratados como los tienen los muertos. Su nuera le había puesto un fular de seda rodeándole la garganta que chocaba con la expresión pueblerina que arrastró durante su existencia: Lina no había conocido ni las entidades financieras, ni las cúpulas de los partidos, ni las comisiones por ventas. Su vida era la de una pantalonera, sumergida día y noche en el remate de los bajos, los bolsillos, las trabillas y las braguetas de cremallera. Una vida de a tanto la prenda terminada, planchada y doblada.
La embarcación surcó el último pasillo camino de la laguna Estigia, en cuyo extremo esperaba el cancerbero, con camiseta del Real Madrid y el Marca bajo el brazo.
Desde el más allá, Lina lanzó un beso a su hijo y desapareció. ¿Quién? Ella.
Cuando llegaron los de la funeraria, sin mirar dentro de la caja, que a pesar de todo lo ocurrido aun estaba en el tanatorio propiamente dicho, la cogieron junto a las coronas, metieron todo dentro del coche y se dirigieron a la iglesia de San Antón. Los allegados montaron en otros coches y formaron el cortejo fúnebre. El pobre hijo de Lina seguía llorando.
La finada, sentada en la base del féretro, comenzó a hablar, farfullando y babeando al principio, pero luego claramente; decía que ella se quería despedir de nosotras antes de marcharse al otro mundo, que había sido una mujer humilde, que un sinvergüenza la dejó preñada de joven y que aquel desliz cambió su vida, que lo único de valor que tuvo jamás fue el hijo que nació hace sesenta años. Al decir esto, señaló a su hijo, que no dejaba de reírse a carcajadas, no se sabe si de alegría, de pena o por nervios; sólo un juez podría determinar con criterios jurídicos el verdadero motivo de su risa.
La barca, digo, el féretro continuó navegando por los pasillos, pues en la casa pasillos interminables se sucedían a pasillos interminables y salones desnudos se abrían ante la barcaza como lagunas extensas. Por los balcones abiertos se precipitaban en cascada flujos de rayos láser que desaparecían entre las buganvillas del jardín.
La mujer recitaba un resumen de su tránsito por la vida. Tenía la cara de cera, los ojos brillantes y verdes que tuvo cuando la engañó el sinvergüenza y los labios amoratados como los tienen los muertos. Su nuera le había puesto un fular de seda rodeándole la garganta que chocaba con la expresión pueblerina que arrastró durante su existencia: Lina no había conocido ni las entidades financieras, ni las cúpulas de los partidos, ni las comisiones por ventas. Su vida era la de una pantalonera, sumergida día y noche en el remate de los bajos, los bolsillos, las trabillas y las braguetas de cremallera. Una vida de a tanto la prenda terminada, planchada y doblada.
La embarcación surcó el último pasillo camino de la laguna Estigia, en cuyo extremo esperaba el cancerbero, con camiseta del Real Madrid y el Marca bajo el brazo.
Desde el más allá, Lina lanzó un beso a su hijo y desapareció. ¿Quién? Ella.
Cuando llegaron los de la funeraria, sin mirar dentro de la caja, que a pesar de todo lo ocurrido aun estaba en el tanatorio propiamente dicho, la cogieron junto a las coronas, metieron todo dentro del coche y se dirigieron a la iglesia de San Antón. Los allegados montaron en otros coches y formaron el cortejo fúnebre. El pobre hijo de Lina seguía llorando.
El cura aprovechó el responso para decir a los fieles que doña Lina estaba allí de cuerpo presente, y que no hicieran caso de los sueños perturbadores obra de Lucifer.
6 comentarios:
Me gusto mucho la imagen de los rayes laser despareciendo entre las bouganvillas. Es lo que tienen los sueños pertubadores de Lucifer, mucho más interesantes que los milagros previsibles del señor.
Saludos Joaquin: La Muerte debe ser motivo de celebración, no de tristeza. Una celebración donde el duelo sea departir con el difunto, con la imagen del difunto, los alimentos que le agradaron en vida.
Sí, tal como lo hacen todavía algunos mexicanos.
Saludos.
No somos nadie...
Veo Joaquín que te has sufrido un ataque agudo de imaginación, como lo que frecuentemente yo también padezco. En esta ocasión los rayos láser que salen de la caja y desaparecen entre las buganvillas superan con creces, mi lío de nevegantes, piratas y corsarios.
Como dice tu amigo JOAKO, de arriba: " No somos nadie..."
Muchos besos.
¿El cura no creía en los milagros?
¿Y entonces Lázaro?
Enri, la persona que murió era real, pero no las circunstancias
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