Como muchos otros fines de semana, el día de Todos los Santos vinimos a Santa Cruz . Dejamos el coche en el garaje y subimos al piso. Un piso situado en el centro de la ciudad, pero muy tranquilo. Lola abrió la llave de paso del agua mientras yo subí los interruptores de la luz. Luego pasamos al salón , alzamos las cortinas del ventanal que da a la plaza y yo abrí la puerta del dormitorio para dejar allí la maleta.
Me quedé estupefacto: las paredes del dormitorio estaban inclinadas hacia la izquierda, y lo que antes eran ángulos rectos, se habían convertido en ángulos obtusos y agudos que daban al cuarto un aspecto romboidal. Los muebles y las alfombras no se habían acoplado a la desviación sufrida, de tal forma que la habitación era una pesadilla.
Llamé a mi mujer quien, presa de la más extraordinaria perplejidad, se cayó sentada en el sillón de su lado de la cama. Dudas sin sentido recorrieron nuestro cerebro y mirándonos frente a frente comenzamos a desentrañar el misterio: lo primero que hicimos fue subir al piso de la vecina de arriba y bajar al piso de la vecina de abajo; pero en ninguno de los pisos nos contestaron al timbre. Luego el portero nos dijo que las dos familias se habían ido a la basílica de Candelaria. ¿De romería?, pregunté. No sé, respondió el cancerbero.
Salimos a la calle y miramos a la fachada de la casa, pues si la habitación estaba inclinada hacia la derecha, también la fachada debería estar inclinada hacia el mismo lado, y no sólo la nuestra, sino la de los vecinos de arriba y abajo respectivamente. Pero la fachada del edificio no mostraba variación alguna; todo estaba perfectamente alineado con la acera y nada dejaba traslucir el desorden interior. Esta disociación entre el exterior y el interior me hizo pensar en el ser humano.
Pero mi mujer, sensata donde las haya, me sugirió que fuéramos al COAC, colegio de arquitectos de Canarias, y explicáramos el problema.
Nuestra perplejidad aumentó cuando el secretario del colegio nos dijo que éramos el décimo caso similar en la capital. “¿Similar?”, exclamé. “Bueno, similar, por no decir igual, pues en unos casos la inclinación es hacia la izquierda, y en otros la inclinación va para la derecha”. Y siguió diciendo que lo que estaba ocurriendo no tenía explicación lógica.
Llegamos a casa hechos polvo; nos sentamos en el sofá del salón y miramos hacia el techo esperando oír los pasos de los vecinos para intercambiar puntos de vista. Y cuando llegaron, doña Claudita, la vecina de arriba, dijo que había que ir a visitar al padre Antonio, párroco de San Francisco, con quien ella ya había hablado. La idea, a mi, me pareció disparatada, pues cada vez que se piden explicaciones a la virgen, ella evita comprometerse y la respuesta es el silencio.Pero doña Claudita nos dijo que el cura les había dicho que se trataba de un milagro. ¿De un milagro o de un misterio?, exclamé. Y mi mujer dijo que milagro o misterio para el caso era igual. Pero yo como soy hombre de palabra, me dirigí al R.A.E. para asegurarme de la diferencia, pues siempre entendí que los milagros eran hechos realizados con ayuda de la divinidad para solucionar algo. Y todos los milagros eran un misterio.
-¿Y quien le dice a usted que con estas inclinaciones, la divinidad no está tratando de ayudarnos? - Se revolvió doña Claudita.
Yo recordé un ensayo de Ortega y Gasset en que hablaba de la diferencia entre ideas y creencias, decía que si un día vamos a salir a la calle y nos encontramos que no hay calle, sería que han fallado nuestras creencias. Pues nosotros siempre creemos que detrás de la puerta de la calle está la calle. Acto seguido, Ortega pasaba a hablar de las “Ideas”, pero como no viene al caso de este discurso, lo dejo de lado. Enseguida me di cuenta de que las lucubraciones orteguianas no me iban a sacar del embrollo. Pero si algo quedaba claro era que mis creencias habían quedado en entredicho. Sin embargo no había jamás pensado en la actitud dadaísta de la divinidad, metiéndonos en un escenario tan absurdo.
Cuando llegó la noche, no quisimos quedarnos en la casa por si ocurría otro milagro y moríamos del infarto, así que nos fuimos a un hotelito que hay cerca del parque García Sanabria. Nos servimos dos Johnny Walker E.N. cada uno y a continuación nos metimos en la cama. Monseñor Escrivá de Balaguer entró en la habitación y le pedí que me explicara la diferencia entre milagro y misterio. -Hijo, mío –me dijo el santo –yo llevo todo el año haciendo un único milagro: que el PP suba en las encuestas. Y no estoy para divagaciones.
-¡No joda! –exclamé. Y seguí durmiendo.
Me quedé estupefacto: las paredes del dormitorio estaban inclinadas hacia la izquierda, y lo que antes eran ángulos rectos, se habían convertido en ángulos obtusos y agudos que daban al cuarto un aspecto romboidal. Los muebles y las alfombras no se habían acoplado a la desviación sufrida, de tal forma que la habitación era una pesadilla.
Llamé a mi mujer quien, presa de la más extraordinaria perplejidad, se cayó sentada en el sillón de su lado de la cama. Dudas sin sentido recorrieron nuestro cerebro y mirándonos frente a frente comenzamos a desentrañar el misterio: lo primero que hicimos fue subir al piso de la vecina de arriba y bajar al piso de la vecina de abajo; pero en ninguno de los pisos nos contestaron al timbre. Luego el portero nos dijo que las dos familias se habían ido a la basílica de Candelaria. ¿De romería?, pregunté. No sé, respondió el cancerbero.
Salimos a la calle y miramos a la fachada de la casa, pues si la habitación estaba inclinada hacia la derecha, también la fachada debería estar inclinada hacia el mismo lado, y no sólo la nuestra, sino la de los vecinos de arriba y abajo respectivamente. Pero la fachada del edificio no mostraba variación alguna; todo estaba perfectamente alineado con la acera y nada dejaba traslucir el desorden interior. Esta disociación entre el exterior y el interior me hizo pensar en el ser humano.
Pero mi mujer, sensata donde las haya, me sugirió que fuéramos al COAC, colegio de arquitectos de Canarias, y explicáramos el problema.
Nuestra perplejidad aumentó cuando el secretario del colegio nos dijo que éramos el décimo caso similar en la capital. “¿Similar?”, exclamé. “Bueno, similar, por no decir igual, pues en unos casos la inclinación es hacia la izquierda, y en otros la inclinación va para la derecha”. Y siguió diciendo que lo que estaba ocurriendo no tenía explicación lógica.
Llegamos a casa hechos polvo; nos sentamos en el sofá del salón y miramos hacia el techo esperando oír los pasos de los vecinos para intercambiar puntos de vista. Y cuando llegaron, doña Claudita, la vecina de arriba, dijo que había que ir a visitar al padre Antonio, párroco de San Francisco, con quien ella ya había hablado. La idea, a mi, me pareció disparatada, pues cada vez que se piden explicaciones a la virgen, ella evita comprometerse y la respuesta es el silencio.Pero doña Claudita nos dijo que el cura les había dicho que se trataba de un milagro. ¿De un milagro o de un misterio?, exclamé. Y mi mujer dijo que milagro o misterio para el caso era igual. Pero yo como soy hombre de palabra, me dirigí al R.A.E. para asegurarme de la diferencia, pues siempre entendí que los milagros eran hechos realizados con ayuda de la divinidad para solucionar algo. Y todos los milagros eran un misterio.
-¿Y quien le dice a usted que con estas inclinaciones, la divinidad no está tratando de ayudarnos? - Se revolvió doña Claudita.
Yo recordé un ensayo de Ortega y Gasset en que hablaba de la diferencia entre ideas y creencias, decía que si un día vamos a salir a la calle y nos encontramos que no hay calle, sería que han fallado nuestras creencias. Pues nosotros siempre creemos que detrás de la puerta de la calle está la calle. Acto seguido, Ortega pasaba a hablar de las “Ideas”, pero como no viene al caso de este discurso, lo dejo de lado. Enseguida me di cuenta de que las lucubraciones orteguianas no me iban a sacar del embrollo. Pero si algo quedaba claro era que mis creencias habían quedado en entredicho. Sin embargo no había jamás pensado en la actitud dadaísta de la divinidad, metiéndonos en un escenario tan absurdo.
Cuando llegó la noche, no quisimos quedarnos en la casa por si ocurría otro milagro y moríamos del infarto, así que nos fuimos a un hotelito que hay cerca del parque García Sanabria. Nos servimos dos Johnny Walker E.N. cada uno y a continuación nos metimos en la cama. Monseñor Escrivá de Balaguer entró en la habitación y le pedí que me explicara la diferencia entre milagro y misterio. -Hijo, mío –me dijo el santo –yo llevo todo el año haciendo un único milagro: que el PP suba en las encuestas. Y no estoy para divagaciones.
-¡No joda! –exclamé. Y seguí durmiendo.
3 comentarios:
¡¡O sea Joaquín, que al final, nadie os dió explicación alguna de las inclinaciones de las paredes!!
Ciertamente, creo que hicisteis lo correcto llendoos a un hotel. A mi me suena a ruina del edificio, aunque de eso sabes tú más que yo y ojalá me equivoque.
¡¡Y vaya efecto os produjo el Johnny Walker!!
Yo, ante la posibilidad de que se repita semejante aparición, me pasaba al zumo de naranja. :))
besos, Joaquín.
Muy bueno, me encanta el final, em parece un cruce entre el angel exterminador y camino (el libro de Escrivá).
jajaja, ¿no llegarias con los Johnnys puestos antes de entrar en el piso?
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