Dulce y Diego
Desde hacía unos meses la casa de Dulce Mari apestaba a
potaje, y ella , por más que se quejara, no podía quitar aquel olor que había
trepado por las paredes de todas las habitaciones hasta llegar a la arista del
techo.
El caso es que Dulce Mari tenía seis de hijos que le podían
haber limpiado la casa, pero el tiempo le hizo comprender que eran los sobacos
de sus hijos los que la perfumaban. Dulce, cuyo nombre era el adjetivo exacto
de su carácter, trabajaba en lo que le surgía con tal de cobrar un salario que
le permitiera pagar los estudios de sus seis infantes. Los chicos eran clones
los unos de los otros. El mayor tendría unos dieciocho años y el más pequeño nueve.
Los seis tenían una dentadura blanca, de caballo jerezano, que dejaban ver
cuando sonreían y una hermosa pelambrera que se deslizaba desde el cráneo hasta
los hombros. Brillante, casi azulada, como pluma de cuervo.
Adela, la dueña de la tienda de comestibles, le decía: “Cría
cuervos y te sacarán los ojos”. Y Dulce Mari, herida en las entrañas, no le
contestaba nada porque le vendía al fiado, le regalaba la fruta más madura y
además porque era Dulce y cuando salía de la tienda el peso de las bolsas y el
frío de los huesos le hacían olvidarse del aforismo.
Mucha gente le decía que si su hijo mayor, el de dieciocho
años, se cortara el pelo seguramente encontraría algún trabajo; y a ella le
entraban ganas de preguntar si los cinco millones de parados que había en la
nación española estaban parados por llevaban melena. Tonterías. Además su hijo
decía que su cabellera no era como la de Bob Marley sino como la de Sansón, y
que si la melena de Sansón había sido defendida históricamente como símbolo de la fuerza, porqué tendría él que rapársela.
Es cierto pensaba Dulce,
el chaval lleva la melena por principios, quizás incomprensibles, o un
poco extravagantes, pero principios al fin, y además bíblicos.
Diego, así se llamaba el mayor, tenía una novia con forma de cántara, con dos
asas circulares a los lados y unos ojos de cristal oscuro. Y estaba enamorada
de la melena de Diego, de sus brazos torneados como columnas salomónicas y de
sus espaldas de San Cristóbal que apenas cabían en la camisa de cuadros franela.
Un día, al pasar por la ferretería “La llave de oro”, vio un
anuncio solicitando ayudante. Entró y pidió hablar con el dueño. Le pasaron a
la trastienda donde un anciano de setenta años, gordo, con grandes bolsas bajo
unos ojos llorosos y una pipa de madera
colgada de unos labios cárdenos le sonrió.
-¿Así que quieres trabajar, eh?
La trastienda era un almacén con las paredes ocupadas por
cajas ordenadas en hilera, con una etiqueta sobre cada una diciendo lo que
contenía: clavos, tornillos, arandelas…
Detrás del septuagenario se veía un gran rollo de alambre
de espino.
-Siéntate –le dijo, con un gesto amable. –Siéntate, y vamos
a hablar. Antes de coger a alguien para trabajar en la ferretería me gusta
hablar con él, aquí, tranquilamente. ¿Quieres un vaso de agua?
Porque vicios no damos.
Diego miraba hacia todos los rincones, a las cajitas de las
paredes, a la cabeza calva del anciano, al suelo de baldosas desgastadas y a la
bombilla de sesenta y cinco vatios que casi le rozaba la cabeza.
Don Rufino, ese era su nombre, le hizo preguntas sobre la
naturaleza, hablaron de bosques , de castaños, de hayas, de brezos, de conejos,
de bacalao, de los platos que más le gustaban y de lo bien que se lo pasaban
los chicos antiguamente en la plaza cuando bailaban al son de la banda en los
jardincillos.
Le preguntó a Diego que cuales eran sus aficiones y qué
leía. Sin saber como acabaron hablando de la Biblia y de Sansón y Dalila.
Después de un par de horas de conversación le dijo:
-El lunes puedes empezar. Pero, si quieres trabajar en “La
llave de oro” tienes que cortarte la melena.
Diego le contó a su madre lo ocurrido y ella, aunque en
su fuero interno comprendía que su hijo
llevara melena por principios, le hizo ver al chaval que lo más práctico sería cortársela.
Dulce le compró una camisa de rayas, un jersey de estambre
fino y unos pantalones Levis. Y cuando le preguntó a su hijo que cuanto le iban
a pagar, él contestó que no habían hablado de eso.
Dulce torció el labio y exclamó: ¡Pero, Hijo!
El lunes por la mañana Diego parecía un modelo y a Dulce se
le cayó la baba al verlo ir a su primer trabajo.
Cuando entró en la tienda don Rufino le llamó y le dijo que
le había gustado mucho su actitud, pues ni tan siquiera le había preguntado
cuanto iba a cobrar.
Diego intentó hablar, pero don Rufino comenzó a decirle que
él también tenía un sentido bíblico de la existencia, que Dios les había dado
la tienda para trabajar, que el trabajo era una forma honrada de vivir, que los
que trabajaban no tenían tiempo para pensar en malas acciones, que el dinero no
era lo más importante, que aquí él sería como el hijo que nunca había tenido y
que si se portaba como él esperaba que se portase no tendría que preocuparse
por el futuro.
-
Ahora, ponte un
mono azul. Si quieres puedes ponerte uno de los que están en esa balda de
arriba –señaló con el bastón. Son viejos, pero seguro que alguno te estará
bien. Cuando lleves más tiempo te daremos uno nuevo.
Diego se enfundó en el mono azul y se atrevió a preguntar:
-¿Pero… cuanto me van a pagar?
Don Rufino no le contesto porque tenía narcolepsia y se
había quedado dormido.
6 comentarios:
Es un cuento de mucha calidad, además de que la historia y el lenguaje son muy buenos. Merece aplausos.
Te felicito.
Llego tarde, lo sé, pero como ni sé si aun sigues viendo esto, al menos que conste en acta:
¡¡¡ MUUUUY FELIIIIIZ CUUUUUMPLE JOAQUÍN !!!
Un beso grande y.. por fa ¡¡vueeeeeelve a casa ¿sí?: -)
Yo estoy de Vaciones, espero que tú estés disfrutando mucho también con tu querida LOLA.
jajajajaj...la narcolepsia llegó en el momento indicado.
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