LA CRISIS
El día del Corpus fui con mi mujer a un hotel de la costa de Tenerife a pasar el fin de semana. Como estamos en crisis, no había nadie, ni un coche en la puerta ni porteros ni vecinos. Entre las plantas de las jardineras de la puerta se deslizó un lagarto.
Entramos y en la recepción había una máquina donde metías tu VISA u otra tarjeta de crédito y te salía la llave de la habitación. Con la llave de la habitación llamabas al montacargas para que te subieran las maletas, donde una voz te preguntaba: ¿Desea usted que le subamos las maletas a su habitación? Si lo desea diga sí. En caso contrario diga cancelar. Yo dije sí, naturalmente, y la voz me pidió que dijera el número de la habitación: siete, seis, dos le dije cuidadosamente, e de inmediato el montacargas se llevó las maletas.
Como estamos en crisis no encontramos a ninguna camarera por los pasillos, y en la habitación una carta de bienvenida nos decía que las bebidas estaban en la neverita de debajo del escritorio y que en allí mismo encontraríamos unas bolsas de papas con diferentes gustos y chuches. La habitación era preciosa, con vistas al mar.
Mi mujer me dijo que quería que le planchasen la falda para la cena. Cogí el teléfono, porque en los hoteles, si hay que hablar, siempre soy yo el que llama por teléfono. Una voz me dijo, que si era español, dijera sí; que si era inglés, dijera, yes. Y así hasta cuatro idiomas que me ahorro relatar para no cansarles. Dije sí y la misma voz me dijo que en el armario había una bolsa grande de plástico donde podía colgar la ropa que deseara planchar, que la enchufara y en cinco o seis minutos estaría planchada. Abrí el armario, y, efectivamente encontré la bolsa y mi mujer se planchó la falda y aprovechó para dar un garbeo a mi traje de lino blanco y a la camisa.
Luego, me di cuenta de que en la puerta de entrada un cartel avisaba de que debido a la crisis el bufé se servía de ocho a diez y que a partir de esa hora las puertas del comedor cerraban hasta la mañana siguiente..
Bajamos, y un suculento bufé estaba servido sobre una barra circular en el centro del salón.
Mi mujer, a quien le gusta mucho hablar con los vecinos de mesa, se sentó junto a los únicos comensales que había: un matrimonio de unos cincuenta y tantos, grueso él, en mangas de camisa, con marcas de sudor en las axilas. Estaba comiendo un revuelto de setas que según le dijo su esposa a la mía estaba riquísimo; pero aunque las setas no tienen espinas, el hombre se hurgaba los dientes con una uña multiuso. La mujer llevaba un vestido de tirantes, color rojo, con unos volantes en el bajo de la falda. Era de una tela como de gasa o de seda -yo no entiendo de telas-, que le marcaba los dos o tres michelines que rodeaban su silueta.
A pesar de su ordinariez, era gente amable: cuando se sirvieron el vino, al ver que nosotros aun no teníamos la bebida sobre la mesa, nos invitaron a tomar un poco del suyo.
Mi mujer enseguida exclamó:
-¡Qué bárbaro, somos los únicos del hotel!
-Si, -dijo el hombre –es la crisis.
-¿Y el personal? Parece como si no trabajara nadie en este hotel. Por lo menos nos harán las camas.
-Oh, sí. Este es un hotel inteligente, casi todo es automático.
-¡Pero es que no hemos visto ni una camarera! -Remarcó mi esposa.
Cuando terminamos de cenar, el señor me mostró un botón que había en un lateral de la mesa por donde los platos y los cubiertos se iban solos hacía el lavaplatos. Y que si apretabas a otro botón verde la mesa se limpiaba sola, como los hornos eléctricos.
Lo hicimos y el señor gordo nos comentó que a la mañana siguiente todo estaría listo para el desayuno.
Nuestra admiración era tal que ni mi mujer ni yo nos fijamos más en los michelines ni en la sobaquera del matrimonio. Leocadio, así se llamaba el vecino de mesa, nos llevó hacia el jardín donde había un bar y, al igual que ocurriera en la recepción, metiendo la tarjeta en una ranura, pedías la bebida y te salía servida sobre una bandejita, el vaso con su rajita de fruta en el borde y su pajita de color.
Leocadio nos condujo a una mesa situada en el centro, frente a un estanque cuajado de peces de colores, principalmente verdes y azules. Nos explicó que era una concentración de peces que estaban allí esperando a que pasara la crisis. Algunos tenían las escamas sueltas y un aspecto moribundo. Se debía, me dijo Leo (así le llamaba su mujer) a que les había faltado el oxígeno. Pero otros tenían muy buen aspecto.
-Ve, usted aquel de allí. Es un pez lagarto de la costa esmeralda. Esos aros que tiene cerca de las aletas laterales son una reserva que les ayuda a sobrevivir cuando el nivel de oxigeno en el agua disminuye. Y aquellos con placas plateadas en las agallas, es lo mismo, pura defensa para sobrevivir a momentos de penuria.
Leo dominaba la piscicultura, y me habló de infinidad de peces: el cirujano azul, el pez mariposa de cola roja, damisiela verde, emperador y hasta me hablo de un pez picasso de antifaz. Yo estaba admirado de sus conocimientos.
-¿Y por qué están todos tan gordo? –Le pregunté.
-Paciencia –Hizo un gesto con la palma de la mano, luego llegaremos a eso. Mientras mi mujer y la suya se sentaron cerca de otro estanque, donde nadaban unos pececillos, casi todos rojos y pequeñines.
-¿No ha oído usted lo de que el pez gordo se come al chico?
-Naturalmente, lo he oído, no una, sino mil veces.
-Pues, mire bien, mire.-Allí miles de pececitos diminutos daban boqueadas tratando de sobrevivir a lo que parecía una muerte inminente.
-Cada día un montón de estos pececillos se traspasan al otro estanque, para que se los coman. A estos sí que les falta oxígeno, pero son tan débiles que no hay ningún banco de peces donde poder arrojarlos para que sobrevivan.
-¿Y quien los saca de la charca?, en el hotel no veo que trabaje nadie.
- Bueno, eso es verdad, pero le declararé un secreto –me dio un pellizco en el cachete, como hacía Marlon Brando en la película “El padrino” y acercando el aliento de revuelto de setas con ajetes a mi oído, susurró –Yo soy el alcalde de este municipio, y me encargo de los peces gordos y de los otros. Todo queda limpio al final del día, y cuando acabe la crisis ya veremos.
Fin
1 comentario:
Uff que miedo,los hoteles inteligentes, nos van a dejar a todos sin trabajo.
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