Iba de compras por Jaener’s, unos grandes almacenes situados en la comercial Princess Street de Edimburgo, cuando subiendo una escalera mecánica vi a Jane. Jane, de niña, cuando venía al colegio de Tamaimo en Tenerife, donde yo era la directora y profesora de español para extranjeros, era una monada de ojos azules, melena rubia y aspecto frágil. El dibujo clásico de niña de cuento de hadas. Ahora seguía siendo preciosa, los ojos azul pálido, pero el pelo, negro. Obviamente debía de habérselo teñido. Se mostró muy cariñosa y con ganas de hablar. Se notaba que la dependencia alumna maestra le había dejado huella y Jane sentía un gran afecto por mi. Afecto y respeto, como veremos más tarde.
Fuimos a tomar un café en un Costa Coffee Lounge cerca de la estación central de ferrocarriles. Yo, con mi innato interés por todas las personas a las que conozco, enseguida comencé a hacerle preguntas: que dónde vives, que dónde trabajas, que si estás casada y cuántos hijos tienes. Jane sonreía e iba contestando a cuantas preguntas surgían de mi manantial de interrogantes: que ella vivía en Brighton, al sur de Inglaterra y que se casó un hindú que la trajo a vivir a Escocia, a Linlithgoe, un lugar tranquilo, a 28 kms. de Edimburgo. Un pueblo muy bonito, con un castillo medieval precioso. Yo lo conocía y sabía que este castillo había sido refugio de María Estuardo.
“Tuve dos hijos con él” continuó, “ pero un día me dejó con los críos y se fue. Desapareció. Según un amigo, que no quiere dar muchas explicaciones se fue a la India a jugar en un equipo de cricket”. Yo la animé para que a través del amigo pudiera instar a la policía para que lo persiguieran; pero Jane, mirando al fondo de la taza de café, como si temiera enfrentarse con la realidad me dijo que sus problemas ahora eran más de carácter cotidiano: tenía que cuidar de sus hijos, darles de comer, vestirlos y vivir en una casa. “Para todo esto se necesita dinero, y el dinero te lo dan si trabajas. Buscar trabajo es lo que hago cada día”.
Al principio, después de quedarse sola, dio clases de español, pues lo aprendió muy bien cuando estuvo en Canarias. Buscó trabajo en las recepciones de los hoteles, buscó en los anuncios por palabras, buscó en las agencias de trabajo temporal, en todo cuanto podía darle una oportunidad. Pero Jane no conseguía encontrar trabajo fijo. Bueno, ni fijo, ni tan siquiera de dos años seguidos. “Vivo a salto de mata”, exclamó sin quitar la mirada del fondo de la taza”. Le ofrecí otro café con leche y una magdalena. Ella aceptó agradecida.
“El último trabajo que me salió fue en un restaurante, de cocinera. Los primeros días trabajaba con una china que iba a dejar el trabajo porque se iba a los Estados Unidos. Ella me enseñó algunas cosas. Lo más gracioso es que yo le dije al dueño del restaurante que no sabía cocinar, pero él insistií en que sólo necesitaba manejar la plancha, y la verdad es que hacer cosas a la plancha, ensaladas, y patatas fritas, sí sé. Pero, después de estar allí dos meses dándole a la plancha, vino el hijo del dueño con la cantinela de que había que cambiar el menú. Y me dijo que confeccionara yo misma una carta. Ahí empezaron de nuevo mis problemas. Me dio una depresión. No salía de la cocina, y me pasaba las horas leyendo libros de gstronomía, menús fáciles, menús rápidos, observaba las verduras, olía las especias, picaba cantidades ingentes de cebolla…y me desahogaba. Un día estaba sentada a la mesa con un saco de garbanzos y, de entre todos los garbanzos, vi uno de color negroide. Lo cogí para tirarlo al cubo de la basura, pero como estaba tan deprimida, me dio pena. Fue uno de esos sentimientos profundos e incomprensibles: me puse a hablar con él. Y oí como decía: “¡Eh!, no acabes conmigo. Mira, chica, no estés triste, y no me tires a la basura, yo te puedo ayudar, si te dejas”. El garbanzo no paraba de hablar. Me hizo un estudio psicológico increíble: “Tú estás triste porque no tienes trabajo, pero tienes que tener en cuenta todas tus aptitudes. Aparte de que eres muy guapa, y aun puedes conseguir un hombre que te quiera, eres inteligente, intuitiva, entregada, generosa, medianamente culta. Lo que tienes que hacer es poner en práctica estos valores”. El garbanzo negro era mi propio ego y yo le escuchaba con atención y me sentía muy alagada con su discurso. “Pero… aquí está la adversativa: tú te sientes un poco frustrada porque sabiendo que eres como te he dicho al principio, los demás parece que no se dan cuenta”.
A partir de aquel día entraba en el restaurante una hora antes para que me diera tiempo de hablar con garbancito. Me dijo que me comprara un ordenador porque en la página “tus recetas punto com” encontraría material muy importante para confeccionar el nuevo menú. Pero el restaurante era más bien cutre, y, si les costaba pagarme las doscientas esterlinas que me pagaban cada semana, cómo me iban a comprar un ordenador. De eso nada.
Entonces me dijo garbancito que me comprara un wok y que hiciera cocina asiática. Le dije que pusiera los pies en la tierra, que cómo iba a cocinar esas cosas raras de las que ni tan siquiera me sabía los nombres. La solución de comprar un libro de cocina parecía la más normal. Así que me compré el libro de las diez mil recetas de la cocina inglesa. Y cada noche me metía en la cama con una bolsa de agua caliente en los pies y el recetario en las manos. Me dormía. No conseguía aprenderme ninguna receta. El lenguaje de la cocina me parecía pintura abstracta.
Una mañana me acordé de Begoña, una amiga de Bilbao, y la llamé. Le conté lo que me estaba pasando . Olvidaba deciros que a Begoña la conocí aquí porque vino a trabajar de cocinera a un restaurante de la Royal Mile. Me dijo que ella desde que tuvo familia, (tenía tres hijos) ya no cocinaba, pero que su marido, Kepa, tenía una herriko taberna en Hondarribia y que a lo mejor me podría echar una mano.
“Qué va, qué va. La cocina de Euskadi es griego para vosotros. Nosotros estamos a un nivel muy alto de cocina creativa. Los ingleses… qué va. Y los productos…¿De dónde sacarías tú los productos?”
Así que borre a Begoña y a Kepa de la lista.
Una mañana el hijo del dueño me dijo que me iba a enseñar a hacer garbanzos a la “mode de Caën”. Yo no había oído jamás hablar de Caën, pero me dejé llevar. Me dijo que pusiera mantequilla en el fondo de una cazuela, sal, unos calvos y que picara un par de puerros grandes. Los garbanzos los pondría a remojo el día anterior para que estuvieran tiernos en el momento en que los puerros estuvieran pochados. Luego echaría los garbanzos a la cazuela, los cubriría con caldo de verduras y los llevaría al hervor hasta que estuvieran hechos.
Por la mañana saqué los garbanzos y busqué el garbanzo negro. Lo metí en una tacita de café. Y él, que debió de haber oído lo me dijo el hijo del dueño, saltó:” De eso nada, no puedes hacer cocido de garbanzos. Es una cuestión de vida o muerte. Yo no puedo vivir solo en una taza de café. Necesito una bolsa de un kilo, por lo menos. Los garbanzos somos seres sociales”. Jane, que siempre amó tanto a los niños como a los animales, ahora amaba también a las legumbres, y comenzó a llorar.
Cuando llegó el hijo del dueño, se quitó el delantal y se despidió del trabajo.
Mi exalumna levantó la vista de la taza del café Costa y me miró como pidiéndome consejo.
Le dije que la historia era fantástica, y que podía escribir un cuento. Pero ella entre hipos y lágrimas me dijo que no creía que pudiera nunca vivir del cuento.
Fuimos a tomar un café en un Costa Coffee Lounge cerca de la estación central de ferrocarriles. Yo, con mi innato interés por todas las personas a las que conozco, enseguida comencé a hacerle preguntas: que dónde vives, que dónde trabajas, que si estás casada y cuántos hijos tienes. Jane sonreía e iba contestando a cuantas preguntas surgían de mi manantial de interrogantes: que ella vivía en Brighton, al sur de Inglaterra y que se casó un hindú que la trajo a vivir a Escocia, a Linlithgoe, un lugar tranquilo, a 28 kms. de Edimburgo. Un pueblo muy bonito, con un castillo medieval precioso. Yo lo conocía y sabía que este castillo había sido refugio de María Estuardo.
“Tuve dos hijos con él” continuó, “ pero un día me dejó con los críos y se fue. Desapareció. Según un amigo, que no quiere dar muchas explicaciones se fue a la India a jugar en un equipo de cricket”. Yo la animé para que a través del amigo pudiera instar a la policía para que lo persiguieran; pero Jane, mirando al fondo de la taza de café, como si temiera enfrentarse con la realidad me dijo que sus problemas ahora eran más de carácter cotidiano: tenía que cuidar de sus hijos, darles de comer, vestirlos y vivir en una casa. “Para todo esto se necesita dinero, y el dinero te lo dan si trabajas. Buscar trabajo es lo que hago cada día”.
Al principio, después de quedarse sola, dio clases de español, pues lo aprendió muy bien cuando estuvo en Canarias. Buscó trabajo en las recepciones de los hoteles, buscó en los anuncios por palabras, buscó en las agencias de trabajo temporal, en todo cuanto podía darle una oportunidad. Pero Jane no conseguía encontrar trabajo fijo. Bueno, ni fijo, ni tan siquiera de dos años seguidos. “Vivo a salto de mata”, exclamó sin quitar la mirada del fondo de la taza”. Le ofrecí otro café con leche y una magdalena. Ella aceptó agradecida.
“El último trabajo que me salió fue en un restaurante, de cocinera. Los primeros días trabajaba con una china que iba a dejar el trabajo porque se iba a los Estados Unidos. Ella me enseñó algunas cosas. Lo más gracioso es que yo le dije al dueño del restaurante que no sabía cocinar, pero él insistií en que sólo necesitaba manejar la plancha, y la verdad es que hacer cosas a la plancha, ensaladas, y patatas fritas, sí sé. Pero, después de estar allí dos meses dándole a la plancha, vino el hijo del dueño con la cantinela de que había que cambiar el menú. Y me dijo que confeccionara yo misma una carta. Ahí empezaron de nuevo mis problemas. Me dio una depresión. No salía de la cocina, y me pasaba las horas leyendo libros de gstronomía, menús fáciles, menús rápidos, observaba las verduras, olía las especias, picaba cantidades ingentes de cebolla…y me desahogaba. Un día estaba sentada a la mesa con un saco de garbanzos y, de entre todos los garbanzos, vi uno de color negroide. Lo cogí para tirarlo al cubo de la basura, pero como estaba tan deprimida, me dio pena. Fue uno de esos sentimientos profundos e incomprensibles: me puse a hablar con él. Y oí como decía: “¡Eh!, no acabes conmigo. Mira, chica, no estés triste, y no me tires a la basura, yo te puedo ayudar, si te dejas”. El garbanzo no paraba de hablar. Me hizo un estudio psicológico increíble: “Tú estás triste porque no tienes trabajo, pero tienes que tener en cuenta todas tus aptitudes. Aparte de que eres muy guapa, y aun puedes conseguir un hombre que te quiera, eres inteligente, intuitiva, entregada, generosa, medianamente culta. Lo que tienes que hacer es poner en práctica estos valores”. El garbanzo negro era mi propio ego y yo le escuchaba con atención y me sentía muy alagada con su discurso. “Pero… aquí está la adversativa: tú te sientes un poco frustrada porque sabiendo que eres como te he dicho al principio, los demás parece que no se dan cuenta”.
A partir de aquel día entraba en el restaurante una hora antes para que me diera tiempo de hablar con garbancito. Me dijo que me comprara un ordenador porque en la página “tus recetas punto com” encontraría material muy importante para confeccionar el nuevo menú. Pero el restaurante era más bien cutre, y, si les costaba pagarme las doscientas esterlinas que me pagaban cada semana, cómo me iban a comprar un ordenador. De eso nada.
Entonces me dijo garbancito que me comprara un wok y que hiciera cocina asiática. Le dije que pusiera los pies en la tierra, que cómo iba a cocinar esas cosas raras de las que ni tan siquiera me sabía los nombres. La solución de comprar un libro de cocina parecía la más normal. Así que me compré el libro de las diez mil recetas de la cocina inglesa. Y cada noche me metía en la cama con una bolsa de agua caliente en los pies y el recetario en las manos. Me dormía. No conseguía aprenderme ninguna receta. El lenguaje de la cocina me parecía pintura abstracta.
Una mañana me acordé de Begoña, una amiga de Bilbao, y la llamé. Le conté lo que me estaba pasando . Olvidaba deciros que a Begoña la conocí aquí porque vino a trabajar de cocinera a un restaurante de la Royal Mile. Me dijo que ella desde que tuvo familia, (tenía tres hijos) ya no cocinaba, pero que su marido, Kepa, tenía una herriko taberna en Hondarribia y que a lo mejor me podría echar una mano.
“Qué va, qué va. La cocina de Euskadi es griego para vosotros. Nosotros estamos a un nivel muy alto de cocina creativa. Los ingleses… qué va. Y los productos…¿De dónde sacarías tú los productos?”
Así que borre a Begoña y a Kepa de la lista.
Una mañana el hijo del dueño me dijo que me iba a enseñar a hacer garbanzos a la “mode de Caën”. Yo no había oído jamás hablar de Caën, pero me dejé llevar. Me dijo que pusiera mantequilla en el fondo de una cazuela, sal, unos calvos y que picara un par de puerros grandes. Los garbanzos los pondría a remojo el día anterior para que estuvieran tiernos en el momento en que los puerros estuvieran pochados. Luego echaría los garbanzos a la cazuela, los cubriría con caldo de verduras y los llevaría al hervor hasta que estuvieran hechos.
Por la mañana saqué los garbanzos y busqué el garbanzo negro. Lo metí en una tacita de café. Y él, que debió de haber oído lo me dijo el hijo del dueño, saltó:” De eso nada, no puedes hacer cocido de garbanzos. Es una cuestión de vida o muerte. Yo no puedo vivir solo en una taza de café. Necesito una bolsa de un kilo, por lo menos. Los garbanzos somos seres sociales”. Jane, que siempre amó tanto a los niños como a los animales, ahora amaba también a las legumbres, y comenzó a llorar.
Cuando llegó el hijo del dueño, se quitó el delantal y se despidió del trabajo.
Mi exalumna levantó la vista de la taza del café Costa y me miró como pidiéndome consejo.
Le dije que la historia era fantástica, y que podía escribir un cuento. Pero ella entre hipos y lágrimas me dijo que no creía que pudiera nunca vivir del cuento.
5 comentarios:
Eva dijo....
Muchas veces me has hecho regalos buscados y elegidos por ti,lo que siempre significó mucho para mí, ya que tu mujer cumple con ese negociado muchísimo más allá de los deberes de su cargo.
Muchas veces me has hecho regalos creados por ti, el último un poema, y nunca ha habido ninguno que no me haya gustado.
Pero éste es, para que te hagas una idea,como si tu poeta favorito hubiera publicado un poema tuyo en El País.
Un besazo. Eva
Un poco más y aparece Michael London a areglarlo todo...tiene que ser una historia real, porque si no nop se entiende, me ha entretenido mucho.
Estoy viendo a Lola en el café charlando. Algo hay de real, como en todas las cosas...la vida.
muy bonito
¡¡Hola Joaquín y familia!!
¡¡Tan real como la vida misma, Joaquín!!
¡¡Pero me temo que te has quedado más que corto, en lo que vale EVA /(Jane)!! Que yo la tengo medida pesada y calibrada.
Sabes, a veces creo que ese garbancito negro, soy un poco yo... Y yo...
¡¡Encantadísima de ser su garbancita!!..ja,ja,ja.
Muy bonita la historia...
( ahora toca la de una operadora) :))
Muchos besos, Joaquín.
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