23 de septiembre de 2009

DE POSTRE MELOCOTÓN




La casa de Ricardo es preciosa. Es una casa construida por él mismo, ladrillo a ladrillo, desde el suelo hasta el techo. Puertas, ventanales, chimeneas, bodegas y jardines.
Ricardo es un hombre muy peculiar. Su profesión es la profesor de física y química en un instituto de educación secundaria. Pero su afición es la arquitectura rural: hace tiempo compró un solar donde había una casa vieja que restauró según los cánones de la llamada arquitectura canaria. Rodeada de retamas y laureles, enseguida la vendió a unos extranjeros y con el dinero se compró otra casa antigua en Lanzarote que también restauró. Las restauraciones le proporcionaron una gran experiencia de los motivos y elementos de la arquitectura insular. Aprendió a localizar puertas de desecho, vigas de casas en derribo, mobiliario de reventa. Y además, él tenía arte y gusto para combinar lo tradicional con lo moderno de forma que adquiriera su toque personal.
Desde la última casa que se construyó Ricardo se divisa la masa forestal del monte del de los Tilos, un macizo boscoso con retamas que se nutre de la humedad de los alisios.
Ricardo nos invitó a almorzar y estábamos sentados en la terraza cerca de de recién terminada barbacoa, entretenidos en mirar al mar, cuando Petra, una de las amigas del grupo, por bromear exclamó que en el mar se veía un cayuco acercándose a la costa.
No sé si por esta razón; nunca le faltan razones al corazón, comenzamos a hablar, entre copas y cafés, de la inmigración y de los inmigrantes.
Como cosa natural mis amigos de sobremesa, inspirados por los dardos de don Federico Jiménez, echaban la culpa de la llegada masiva de africanos a las islas al gobierno zapaterista.
Yo levanté el dedo para decir que me sentía orgulloso de que mi gobierno, o aquella parte del gobierno con la que me sentía afín, cuando se avistaba un cayuco en alta mar, saliera con un guardacostas a buscarlo, que se hiciera una revisión médica a los inmigrantes, que se les diera comida y agua y que se les arropara. Y si se pudiera, see les diera trabajo. Aunque afinando bien, la expresión dar trabajo no es correcta, pues uno no da trabajo, lo que hace realmente es quitarse trabajo. Pero no voy a entrar en disquisiciones semánticas.
Mis amigos de sobremesa se sentían estafados por un gobierno débil, que no hace lo posible por salvaguardar la integridad de nuestras fronteras, y no usa, si es preciso, la armada para convencer a los de los cayucos de lo peligroso que puede resultar desobedecer órdenes militares.
Pregunté a una amiga de sobremesa, de mi edad más o menos, y a un joven, que podía ser mi hijo, si ellos pensaban que habría que disparar para evitar la arribada de los africanos.
-Por lo menos para asustarlos -dijeron.
Las flores de las jardineras echaron una carcajada.
Yo, que siempre tuve un espíritu franciscano, me levanté y le pregunté a la hermana gardenia roja si ella prefería la guerra preventiva o la arribada incontrolada.
Las hojas de una higuera aplaudieron como si hubieran estado esperando mi pregunta, y una de ellas, verde claro, ancha y plana, con un brillo poco común se dirigió a mi y ondulando los nervios de su palma explicó que los melocotones en su origen provenían de China, luego fueron trasladados a Persia, donde se adaptaron tan bien que hay quien les llama “pérsicos” y “damascos” y de allí los trajimos a España. Y hoy, en Canarias los duraznos son fruta de nuestra tierra.
A lo cual yo repliqué, mirando de frente a mis federicos:
-¿Piensan ustedes que los negros africanos deben tener menos derechos que un melocotón?
Y mi amiga de sobremesa y el joven que podía ser mi hijo dijeron casi al unísono que no era lo mismo: “Un melocotón que un negro”.
Dejen que fructifiquen y aprecien su sabor.
-Lo que nos faltaba –exclamaron, mientras arrancaban dos hojas de higuera para hacerse un abanico.

9 de septiembre de 2009

música para el poema

UN POEMA CADA DIA, XVII

Niños africanos

Ruedan los ojos redondos
sin pan ni leche,
entre graznidos
de chatarra,
de hambre
y de voces de dedos descalzos.

Grita el barro en las chavolas,
la araña del muro
y el dengue.

Mi mano dibuja sombras.

Negros ojos,
de mijo y agua,
a golpes de tambor,
de sol
y polvo.

Una canción que le gusta a mi hijo

Por cierto podeis visitar su web de diseño www.tenachico.com

¡Pinchad el Play y disfrutad!

5 de septiembre de 2009

REFLEXIONES,XII




EL PARAISO TERRENAL





"A Maite, un ángel precioso, con rizos dorados cubriéndole la frente y la espada de fuego por los sueños."


Iba yo por el paseo que discurre a lo largo de la desembocadura del Bidasoa en Fuenterrabía donde el río forma un estuario que los locales llaman Txingudi y, a pesar de la fonética un poco ñoña de este topónimo para los hispanohablantes, el lugar es un espejo complice de la belleza del sol al amanecer en el Edén: Hondarribia es el Edén.
En este estuario disfrutan los pescadores, los peces disfrutan, disfrutan los cangrejos en las rocas y los jubilados marchan despreocupados por su último decenio. En hilera, los chinchorros apoyados bocabajo contra el pretil parecen penitentes.
Las calles de la marina de Hondarribia, que en castellano llamamos Fuenterrabía, sin que nadie sepa que rizomas etimológicos operaron este trueque, están flanqueadas por magnolios de hojas brillantes y acartonadas, tamarindos, plátanos y algunas casas señoriales que se cubren de hiedra verde oscura.
Hondar: arena. Hondarribia es un arenal extenso, que ha hecho las delicias de los políticos nacionalistas que copan desde antaño la alcaldía. Tiene rincones acogedores, calles empedradas que suben al castillo, fachadas con escudos labrados sobre las puertas y un horizonte que linda con el país del vino y la elegancia: un Paraíso.
Yo deambulaba por el este del Edén, miraba al mar y sus juegos de luces, cuando de pronto se me apareció San Miguel Arcángel. Mi mujer, que me acompañaba como acompañan las mujeres de los musulmanes a sus maridos -dos metros por detrás, porque no puede seguirme el paso –se quedó embelesada. Y no era para menos. El arcángel era un joven de diecinueve años, rubio, con tirabuzones por la frente y sobre las orejas; los ojos negros con irisaciones violetas. Y la piel dorada, cubierta con una fina capa de miel de abeja.
Le pregunté que qué hacía en Fuenterrabía y que esperaba de mí. Y él sonrió. Porque los ángeles tienen un rictus sonriente y no tienen sexo, y me dijo que él estaba allí porque él vive desde la eternidad en el Paraíso. Comprendí. Tanto mi mujer como yo mismo disfrutábamos de su presencia sin tener malos pensamientos. Llegamos caminando hasta la playa y allí nos acostamos sobre la arena. Lola, así se llama mi esposa, le extendió crema por la espalada; más por afán de tocarle que por la utilidad del hecho, pues es sabido que a los ángeles, y menos a los arcángeles, no se les quema la piel, acostumbrados como están a vivir allá arriba.
Me fijé que cuando se tumbó sobre la toalla, dejó la espada de fuego a un lado. Y le pregunté, mientras mi mujer seguía con los masajes, que por qué tenía una espada si eran pacifistas en el cielo.
Me dijo que era una espada preventiva y que ya no la usaba tanto como en otros tiempos. Pero que Dios tenía mandamientos que había que cumplir por las buenas o por las malas. A mi estas explicaciones del arcángel San Miguel no me convencieron, porque yo pienso que si se es pacifista uno se compra un rueca, se sienta en el suelo o en la playa y comienza a hilar y dejar que Dios se ocupe de uno.
-¡Hombre!, no está bien que te dediques a comer chuletas de buey poco hechas, a cazar palomos y a matar a tus enemigos sin tan siquiera esperar al día del juicio final.
San Miguel me miró sin comprender nada. Él era un guerrero de Cristo Rey, el había echado a Lucifer del Paraíso y ahora era el guardián de las esencias celestiales. Y como Hondarribia –Fuenterrabia – era una parte del Paraíso, él tenía que vigilar lo que ocurría sin dejar de lado su espada de fuego.
Parece que el masaje en la espalda le sentó bien porque se puso en pie y haciendo una pirueta angelical en el aire se zambulló en el agua. La espada de fuego se derritió como si fuera un helado de naranja. Y Lola corrió tras él, porque, según me dijo, se sentía en estado de gracia.
Y es que yo estoy seguro de que lo mejor para sentirse bien es darse masajes en la espalda y olvidarse de los enemigos; que Dios nos juzgará a todos el día del juicio final. Y como decía Aberasturi: “cuando llegue ese día, Él me va a oír”.

2 de septiembre de 2009

UN POEMA CADA DIA, XV


No busques tu rostro en los escaparates ni bajes a los últimos pasillos del metro. Si el sol tiene el tinte elegante de los membrillos en los bodegones, acércate y palpa su textura, absorbe su perfume, muérdele su vientre de carne áspera, siente sus jugos; y cuando harto lo abandones centelleante sobre el borde de una bandeja, verás que poco a poco se evade, porque está vivo y los seres vivos se corroen.