6 de diciembre de 2009

VESTIR AL DESNUDO


Estábamos a punto de levantarnos y salir del restaurante, cuando Ester, la dueña, nos invitó a tomar una copa de despedida. Lola pidió un chupito sin alcohol y yo un calvados. Lo bebí a pequeños sorbos, saboreándolo a la vez que aspiraba el humo del Davidoff corto: una delicia. Pero Lola se impacientó y me metió prisas para que me acabara la copa y nos fuéramos a casa, que ella ya estaba cansada de verme fumar, beber y de oír mis gansadas. Yo no me dejé impresionar por sus palabras, entre otras razones porque ya llevamos treinta y tantos años juntos.
Cuando salimos a la calle, no hacía frío, y fue ella la que me pidió dar una vuelta antes de ir a casa.
A la puerta del restaurante, en el suelo, había un jersey de color azul. Lola, sin encomendarse a dios ni al diablo, lo cogió y entró en el restaurante. “Eso es que se le ha caído a alguien. Algún cliente será”, dijo al salir. Y comenzamos a caminar hacia la Plaza del Príncipe. Aunque parezca mentira al llegar a la esquina de San Clemente vimos en el suelo, en el rincón de un portal un pantalón. En la esquina de la óptica. Nos sonreímos, como si quisiéramos decir: ¡qué casualidad! Y mi señora, se agarró fuertemente de mi brazo. Ese gesto me resultó reconfortable. Y como yo estaba un poco cargadillo de tanto Muga y de la copa de calvados, me dio un ataque de ternura y le di un beso. Seguramente había muchas más estrellas que de costumbre y la luna parecía una perra en celo, cuando en el borde la acera vimos un calcetín de algodón y apenas un metro más allá un calzoncillo. Por supuesto que comenzamos a elucubrar sobre los hallazgos, pero nada de cuanto se nos ocurrió tiene el menor interés para este relato. A mi, que tengo una mente calenturienta, se me ocurrió pensar que al dar la vuelta a la manzana íbamos a encontrar a un pareja dándose un revolcón. Al fin y al cabo la luna estaba en su esplendor y dicen que los lunáticos y los licántropos salen en noches como esta. Mi querida, que seguía siendo mi mujer de siempre, me dijo que no pensara en cosas raras y que seguramente la ropa la habría soltado y arrastrado el viento desde cualquier azotea. “Espera que aparezcan unas bragas y entonces me lo explicas”, respondí.
Ya habíamos subido toda la calle Santa Rosalía cuando de detrás de un contenedor de basura apareció un tío pidiendo limosna. Tenía unas ojeras que parecía dos carboneras. El pelo, largo, lacio y mugriento. La camisa, sin botones, atada con un nudo a la cintura, dejaba entrever un costillar blanco de perro galgo. Iba descalzo. Movía la mano y aunque no entendíamos el gesto ni lo que decía , Lola me dijo que le diese una propina. “Querrás decir una limosna”, y añadí: “Vestir al desnudo”.
Viendo a este esqueleto delante de mí no podía dejar de recordar los boletus edulis, el foi y el chuletón de buey. Y para más inri, la ropa desperdigada por la ciudad.
Para mi que aquel pobre era un inmigrante rumano, o vaya usted a saber de donde, porque aunque intentaba hablar español ni Lola ni yo le entendíamos lo que decía.
Me daban ganas de darme la vuelta y traerle toda la ropa que habíamos encontrado por el camino, pero Lola estaba ya cansada de caminar con tacones que no era cuestión de dejarla con el rumano mientras yo iba a por la ropa. Por otro lado, como no hablaba bien español, tampoco podía decirle que la ciudad estaba llena de prendas de vestir abandonadas. Así que saqué un euro y se lo di. Mi mujer me calificó de tacaño, pero yo le dije por lo bajines que no tenía más suelto, que todo lo que tenía era un billete de doscientos. Pero el pobre que hasta aquel momento no hablaba nada en español, sacó una navaja de la manga y me obligó a que le diera los doscientos. Luego me obligó a que me quitara la camisa, el pantalón y el calzoncillo. Con mi mujer fue mucho más amable, pues se conformó con que se quitara las bragas.
Afortunadamente Lola llevaba un fular en el bolso, me lo até a la cintura y pude llegar a casa sin que me viera nadie.