29 de enero de 2010

PASO DE CEBRA


Manolo es un vecino de nuestro pueblo. Manolo está recién jubilado, y, a falta de otras aficiones, baja todos los días a la plaza a tomar unos vinos a mediodía, y por la tarde, hacia las seis o las siete, baja otra vez y se toma un par de whiskis. Cuando llega a casa, más o menos colocado, si está Petra, le ayuda a poner la mesa: desparrama los cubiertos, saca dos vasos, la botella de vino y, a comer.
A Petra verlo asi le trae al fresco. Le pregunta qué tal por la plaza y con quién ha estado. Y a su vez, ella le cuenta lo que ha hecho: peluquería, piscina o playa, reunión con la dietista de Naturhouse...
Si hay partido, se sientan los dos a ver el partido. Si no, ella elige el canal y la serie. Ninguno de los dos es muy exigente: la verdad es que nunca se han metido en problemas. Primero, porque viven en un pueblo pequeño y “si te metes en política puedes alcanzar”. Así que cuando ocurrió lo del desprendimiento de la playa y murieron dos bañistas, ellos dijeron que les daba muchísima pena, pero no se atrevieron a opinar quien era el responsable. Tampoco se quejaron de la subida de las tasas de basura porque el alcalde les prometió que les arreglaría la acera de su calle antes de acabar la legislatura. Con la política nacional opinan como Pizarro, que el mejor sitio donde puede estar el dinero es en el bolsillo de los contribuyentes, que hay que bajar los impuestos y promover la política del esfuerzo: papá estado no puede ocuparse de todo.


El otro día, después de que acabara el partido del Real Madrid con el Alcorcón, salió del bar y se fue a casa dando tumbos. Tenía tal desazón que no paraba de decir palabrotas y de escupir, como si con los gargajos se le escapara la mala leche. Al cruzar un paso de cebra le entraron ganas de mear, se la sacó y regó las rayas blancas, pero un coche cruzó sin parar y casi le atropella. Manolo, cabreado, le dio un golpe al capó y le llamó hijo de puta al conductor.
El coche paró ipsofacto, y del interior bajo un tío de ojos negros y profundos, nariz recta y carnosa, hombros anchos y una barriga que reventaba los botones de la camisa. Se enfrentó a Manolo, lo agarró, lo levantó en el aire y lo tiró al suelo. Manolo, aunque no controlaba el equilibrio, se levantó, se abalanzó sobre el conductor, le cogió de la nariz y se la retorció como si fuera el botón de un termostato.

Nadie puede imaginar la humillación que sintió el conductor del coche. Sólo el autor de este relato lo puede saber, porque es lo que se llama narrador omnisciente. Y la verdad, os puedo asegurar que el hombrazo se sintió tan ridículo, que no se le ocurrió otra cosa que sacar una navaja que llevaba en el bolsillo del pantalón. Al verla, Manolo se acobardó, pero como no estaba en condiciones de pensar relajadamente, se le ocurrió abrirse la camisa y decirle al tío que no tenía cojones. El conductor le hundió la navaja en el estómago, la sacó y la volvió a hundir en un lugar cercano a la esquina de la muerte. A continuación, o mejor, casi al mismo tiempo, se metió en el coche y se largó derrapando por la arenilla del margen de la carretera.
Manolo, a pesar de la borrachera y de los golpes recibidos aun tuvo capacidad de darse cuenta que se le iba la vida, sacó el móvil y llamó a la policía local. Cuando llegó el agente, Manolo le alargó la mano y le dio un trozo de papel con el número de matricula del coche y el teléfono de su mujer.

El policía hizo tres llamadas: una a la central de ambulancias, otra a la comisaría para darles el número de matricula y otra a la mujer, que no estaba en casa. Y con un dedo intentaba evitar que la sangre de Manolo se escapara antes de que llegara la ambulancia. Pero no lo consiguió, porque ni él ni Manolo sabían lo que el autor omnisciente sabe: el ayuntamiento para rebajar la partida de gastos del presupuesto municipal, había acordado con los pueblos de alrededor que en vez de tener una ambulancia en cada pueblo, tendrían una central de ambulancias en uno de los pueblos de la comarca. El día que jugó el Real Madrid contra el Alcorcón, la ambulancia estaba a treinta kilómetros, en Adeje, a media hora del paso de cebra donde Manolo con el pantalón empapado de sangre estaba, como quien dice, cantando el adiós a la vida.

23 de enero de 2010

VIC 2010


Nadie sabe dónde duerme
Ni quién es su compañera
No cabe en los bancos del paseo
Ni bajo las sombras de los plátanos de la avenida.
Sólo con los cartones de un gran almacén ha construido los muros
Que separan al frío de su sueño
Huele a escarcha y a vinagre
Sus escamas más esquivas se albergan en la nuca y en las ingles
Y no tiene alacenas
Todo en él es extranjero
Sin un “gepeese” en el bolsillo
Si un día suplicara
Las palabras estarían en su mirada
Sus labios sólo piden un poco de vino para suavizar el roce de la acera.
Y no tenemos.

13 de enero de 2010

HAITI

yo estaba aquí
y miro al cielo
aquí en los plantones podridos
los pechos de las madres
el barro hundido
las piernas
miran al cielo
este ahogo de gusanos
y suelos de fango
espero un final
del dios de los huracanes
del señor de los temblores

yo estoy aquí
entre los destrozos
de tu gran misericordia.

FOTOS


En Edimburgo


En Edimburgo


En Edimburgo


10 de enero de 2010

En Edimburgo

Edimburgo es una bufanda larga alrededor del cuello,
y una gorra calada.
Hay nieve sucia y pisada en las aceras
junto a la piedra impasible de las casas.
Tiene el color gris
como el pasado
y una mirada de té humeante
a media tarde.

Un reflejo tenue convive
con la belleza y la soberbia
de las estatuas de bronce en los paseos.

Los clientes esperan su turno
y las cajeras sonríen sin piedad desde el cansancio.

Nadie aúlla.

Hay niños adorables que cantan villancicos
junto al árbol
del hall de los grandes almacenes.

Hay mujeres jóvenes
como el sol de los domingos
con medias negras transparentes.
Son jóvenes vikingas
bajadas de las Highlands
con cuerpos de leche
lavados en nieves derretidas.

Y pastores de ciudad
con sus sueños tatuados en el cuerpo
como un atlas
de montes, de anchas llanuras y de ríos.