20 de mayo de 2011

POEMA

soy vosotros, cristal roto sobre el pavimento, vidrio frágil y disperso soy, soy el sol de la puerta, destello ardiente de mediodía, a veces quemo con mil fragmentos sin acero de navajas, no entono salmos ni canto himnos a la madre patria, luz, solo luz rota e intangible, quien me toca hace sombra

19 de mayo de 2011

POEMA

Los jóvenes no quieren orinar en las aceras,
ni regar con cascos de cerveza el pavimento;
saben que pueden horadar la lona con una navaja,
pero las navajas son antiguas
armas blancas.

Desde el balcón de presidencia la voz que amenaza
llora,
los periódicos ponen tiritas en las cabeceras.
Un si, pero, quizás, o sea
se desliza con sigilo,
y la puerta del sol
seguirá en pie hasta las últimas campanadas,
y bailarán mirando atrás sin ira,
libertad, libertad, sin ira, libertad.

La metamorfosis ,
la metástasis,
los virus,
las bacterias,
la insistente procreación de las termitas,
el agua sin canales avanza,
cáscaras de plátano sin previo aviso,
la tarta de cumpleaños sin crema, ya llega
voces, ecos, carcajadas,
el contrato social en wikipedia.

Nadie quiere orinar por las aceras.
Hay rincones ciegos. Lo sé.
Imbornales empozados. Lo sé.
Un hedor a estomago vacío. Lo sé.

Por favor, antes de que crezcan garras en mi lengua,
antes de que la Puerta del Sol
sea la Plaza de las Ventas
erradiquemos la halitosis y las muletillas:
y que lluevan palabras recién nacidas.





12 de mayo de 2011



Las ratas

Cuando murió su marido, a Dorotea se le cayó el mundo encima; se acobardó y nunca más salió de casa. El trabajo era un fin en sí mismo y ella trabajaba sin cesar. Su gran placer era la comida y por ello su mayor talento la cocina donde antaño pasaba horas fregando y cocinando para su marido y luego para sus hijos y, cuando estos se casaron, para sus yernos, nueras y nietos.
Tenía otros saberes: planchaba muy bien las camisas y los manteles, sacaba brillo a las lámparas; pero no tenía gusto ni para el ornamento ni para el orden. Después de una limpieza de horas, Dorotea dejaba en cualquier lugar las escobas, las pinzas de la cera y los trapos para el polvo.
Josetxo, su marido, le dejó dos rentas que fue devorando el tiempo, y una casa vieja, su única casa, a la que los años le daban zarpazos. Por eso Petrequillo, el carpintero, vino a repararle la tarima del suelo.
- Toma, siéntate y toma un chiquito antes de empezar. Es de rioja, lo compro siempre en la “Cepa”. –Dorotea arrastrando su cuerpo blando y redondo y sus piernas regadas de varices se acercó al armario, cogió una botella por el cuello y le sirvió un vasito de vino al carpintero.
Petrequillo se bebió el vaso de un solo trago y mirando al suelo dijo:
-Dorotea esta madera parece corcho. Un día se hundirá y te perderás por ahí abajo. –soltó una carcajada y alargó el brazo para Dorotea le sirviera otro.
Dorotea cabizbaja fue hasta el armario y cortó un poco de queso y un casco de pan. Lo dejó junto al vaso de vino y miró al suelo: cada vez había más parches en la madera. Por las noches las ratas se adueñaban de la cocina. Hacían agujeros para salir y agujeros para entrar. La anciana, antes de irse a dormir, cerraba las puertas de los armarios, retiraba los pucheros del fogón, subía las sillas sobre la mesa y colocaba ratoneras y trozos de queso con veneno. Era una lucha diaria, si se olvidaba un caldero sobre el fogón aparecía volcado; las servilletas o los periódicos carcomidos; las toallas del vater, el papel higiénico, las patas de la mesa, los cabales de la luz, todo roído.
-Nunca ganarás la batalla –le decía Petrequillo –por cada persona hay cinco ratas escondidas. Son listas; en los barcos nunca las cogen, siempre se escapan.
Dorotea, sentada sobre una silla de madera, al extremo de la gran mesa de la cocina, miraba fijamente la labor del carpintero y se estremecía pensando en los roedores de cola larga y peluda que atrapaba todas mañanas con las ratoneras.
Margari, la hija de Gloria la pescatera, tenía mucha amistad con la vieja y la visitaba con frecuencia.
-Ponles comida, cébalas durante un tiempo, acostúmbralas, que salgan todas a comer a la cocina, engáñalas. Ese día les pones veneno y que revienten. –Margari le dio un beso en la mejilla a la anciana para animarla.
-Tendrías que salir a la calle, aunque sea un poco; te van a volver loca.
-¿Sabes, Maragari? Los pensamientos son como ratas, se meten sin permiso en la cabeza y te hurgan como la polilla. Me amargan los recuerdo, prefiero quedarme en casa. Además, mira.
Dorotea se bajó la media y descubrió una variz ulcerosa en el tobillo hinchado.
-No podría caminar ni de aquí a la esquina –se pasó la yema del dedo con cuidado por la piel tirante de la herida. –Ayer limpié toda la cocina con lejía, las sillas, el granito de la mesa. Hoy otra vez. Estoy deshecha. A la noche cuando me acuesto oigo golpes secos, creo que suben a la mesa y saltan al suelo; es como si jugaran a quitarme el sueño. El pobre –señaló al gato que estaba dormido sobre una silla –todas las noches viene a dormir en mi cama. Menos mal, que no se meten en el dormitorio.
Margari sacó una cajetilla de cigarrillos de un bolso y se prendió uno. Y Dorotea cogió el bolso y pasó la mano por la piel acariciándolo como si fuera un animal de compañía.
-Para que veas, al pobre gato hasta le mordieron una oreja. La ves –alzó con esfuerzo sus piernas pesadas y se agachó a coger al gato que ni se despertó en brazos de la dueña. Luego se sentó y dejó que el animal siguiera dormido sobre sus muslos.
De repente se quedaron las dos en silencio. Dorotea sintió un rubor que la sofocaba. Se levantó y miró a la calle desde la ventana de la cocina. Alrededor, todo casa altas y olor a lluvia.
-Dorotea, déjeme verle. Tiene usted una mancha negra en la cabeza –Margari le acercó un espejo; Dorotea tiene dificultad para verse la mancha que se vislumbra entre una mecha de cabello y un postizo que lleva siempre en el tupé. Pero Margari le levanta el pelo y se la muestra.
-Tengo manchas porque soy vieja y a las viejas nos salen manchas. Hasta para eso nos ganan los hombres. Ellos se van y nos dejan solas, envejeciendo. Margari, a veces pienso que estas manchas son las ratas. No duermo, paso las noches sentada en la cama. Y ellas corren, saltan, arañan y arrastran las cosas. ¡Ojalá me hubiera muerto yo y no, Josetxo!
Margari mira alrededor y no ve la foto en sepia de la boda de Josetxo y Dorotea.
-¿Dónde tiene la foto de la boda?
-La quité, no quiero recuerdos ¡Ojalá se me olvidara todo, como a los críos!
Cuando llegó la noche la lluvia golpeó con fuerza los adoquines de la calle, de los aleros saltaban chorros de agua sobre los coches y los últimos borrachos se llamaban a gritos por su nombre. Lejos, los truenos de la tormenta retumbaban. Desde la cocina llegaba el mismo estruendo de todas las noches. Dorotea se levantó y en camisón deslizó los pies dentro de las zapatillas y se arrastró con el gato en los brazos hasta la cocina para cerrar la ventana. Todo estaba oscuro. “Otro caldero”, pensó. Palpó la pared en busca del interruptor. Avanzó un poco para encontrarlo. Sus dedos tantearon la pared lisa y húmeda. Arañó el yeso tierno como la masa de hace pan. Dio unos pasos y se sintió desorientada. No encontraba tampoco la puerta de la cocina. El gato dio un salto y se le escapó de los brazos. Un golpe seco delató la caída. Las ratas se alborotaron. La anciana daba vueltas con las manos extendidas, sus brazos gordos pegados al pecho, la mano extendida sobre el escote.
Pisó un objeto frío y cayó al suelo. Con gestos descontrolados intentó parar la caída; el tiempo se hizo eterno. Vio una luz circular como una luna azul diminuta. Josetxo la esperaba con traje de domingo. Oyó un ruido enorme y sintió un calor que le retorcía el cuello.
Días más tarde, Margari vino a verla. Al entrar, las ratas corrieron despavoridas. Un hedor agrio le produjo nausea. El cuerpo blando de Dorotea se extendía por el suelo, con el cuello torcido, la barbilla contra el pecho y el gato aplastado entre sus muslos.

4 de mayo de 2011

एल CANDIDATO

La pequeña cafetera italiana llenó de aroma la cocina, el estar y la terraza de la casa de Aurelio.
-Sólo una tacita, que te conozco –protestó su mujer –; ya sabes que el café te sube la tensión. Tómate el zumo y la tortilla que te estoy haciendo.
Aurelio salió al balcón y apoyando las manos en la baranda miró al horizonte envuelto en la sucia calima africana. “El bochorno está arruinando la campaña electoral”, pensó.
En la calle los coches de la caravana del partido le esperaban para subir a Las Eras. Goyo, el segundo en la lista de su plancha sacaba una bandera de papel por la ventanilla de su Seat Ibiza y los otros coches alborotaban al pueblo con el claxon. Aurelio vio la tulipa de una de las lámparas del paseo marítimo, debajo de su balcón, que colgaba de un cable peligrosamente. Marcó un número en su móvil y ordenó a un municipal que mandara a repararla.
-Sólo faltaría que se produjera un accidente el día del cierre de la campaña –y miró a, Lucía, su mujer.
-No seas histérico. Las tienes ganadas ¿Te apuras por nada?
Aurelio llevaba veinticuatro años de alcalde con mayoría absoluta, pero cuando llegaban las elecciones se azoraba y no quería perder ni un solo voto. Desde la pegada de carteles se dedicaba a visitar una por una todas las casas de los vecinos del pueblo, visitaba los hoteles, los colegios, los negocios, sin dejar ni un resquicio por donde se pudiera colar la oposición.
-Menos mal que éste es el último año que te presentas –Lucía le puso un zumo y la tortilla sobre la mesita de la terraza.
Aurelio se sentó y bajando la voz le dijo a Lucía:
-Lo tengo todo organizado: en las próximas elecciones Jaime será el alcalde.
-¿Pero tu crees que es tan fácil? No sé; veo tan joven al chico.
-Bueno, ahora es joven porque tiene dieciocho años, pero dentro de cuatro tendrá casi veintitrés. Y tú pasarás de ser la mujer del alcalde a ser su madre.¿Te gusta?
Aurelio le puso el dedo en los labios para que no hablara. Le parecía que sacar este tema el último día de la campaña daba mala suerte. De momento ya había conseguido que su hijo fuera el secretario local de CPD y muy mal tendría que ponerse todo para que dentro de cuatro años no fuera Jaime el candidato.
Terminó la tortilla y se quitó el sudor de la frente con la servilleta. Se miró las axilas y le pidió a Lucía una camisa clara para que se notasen menos los cercos del sudor.
-Toma –Lucía le dio una camisa casi blanca y metió otras dos en el bolso. Abrió la puerta de casa y bajaron las escaleras mientras Aurelio se metía la camisa dentro del pantalón.
Les esperaba el coche del partido forrado de carteles. Goyo con la bandera del CPD en alto gritaba: Aurelio, alcalde, Aurelio, alcalde. Y la gente desde los balcones y ventanas agitaban la mano.
-No sé porque habéis puesto a Goyo de segundo. No me gusta nada –protestó Lucía en voz baja.
-Él arrastra mucho voto, ya te lo he dicho. La gente lo quiere. Pero ya tengo todo organizado: lo voy a mandar a la sede provincial, lo asciendo de categoría y me lo quito de encima. –Lucía le acarició la mejilla.
En las Eras, el cura, don Miguel, les esperaba en la puerta de la iglesia, con la casulla roja y el monaguillo preparado para comenzar la Santa Misa. Don Miguel levantó los brazos con alborozo y le dio una palmada en la espalda al candidato.
-Alcalde, pase usted a la casa del Señor. Que con la intervención de su madre, la Virgen de los Desamparados, seguro que ganamos las elecciones.
Hacía fresco en el interior de la iglesia, sombría y recogida, de arquitectura muy sencilla.” Parece de artesanía”, solía decir don Miguel. Y por eso le gustaba tanto. Además con las aportaciones del ayuntamiento había llenado los altares de imágenes de santos y advocaciones marianas.
Los voluntarios de la caravana y otros fieles se sentaron en los bancos cercanos al altar dejando la primera fila para el alcalde, su mujer y los otros candidatos.
En la homilía don Miguel habló de lo importante que era para los pueblos tener políticos temerosos de Dios y seguidores de su Iglesia.
Pasada la consagración, el móvil de Aurelio vibró en su bolsillo. Se levantó y se arrinconó para hablar sin ser oído. La gente giraba la cabeza al oír su bisbiseo; pero él con determinación se metió en un confesionario. Era Tino, el consejero delegado de la empresa Promociones Inmobiliarias y Turísticas de Canarias SA .
-Dime, Tino.
-Han llegado los apoderados de Schnittlel. Quieren verte. A ti y a Goyo. Ya sé que es un día muy malo, pero es muy importante. Han venido de Suiza. Espéranos y subimos a verte.
-Estoy en la iglesia. Date prisa porque tengo la agenda muy apretada. Hoy es el último día de campaña.
Cuando llegaron Tino y los suizos a la iglesia la misa ya había terminado. Goyo les esperaba para acompañarles a la sacristía.
-Este es el rincón más fresco de todo el municipio. Aquí sobran los ventiladores. Diles a los extranjeros que pasen y podéis hacer negocios sin que nadie os moleste. No olviden al final de echar una buena limosna en el cepillo –dijo el cura abriendo la ventana que daba a un rincón del huerto donde un gran laurel de indias prodigaba su sombra.
Aurelio y su esposa se sentaron en unos sillones de madera tapizados de terciopelo granate. A sus espaldas colgaba un cuadro de San Pablo a los pies del caballo y otro de Santiago Apóstol con la espada en alto y dos cabezas por el suelo.
Goyo, con la ayuda del cura, puso unos sillones para Tino y los suizos.
-Aurelio –comenzó Tino con la mano sobre el hombro del alcalde –lo importante para estos señores es tener la certeza de que se van a calificar los terrenos de la Asomada. Tú, esta noche lo puedes decir en la plaza. Es un as que te doy para que lo saques. Un hotel de cinco estrellas, campo de golf de dieciocho hoyos, quinientos apartamentos de lujo. Dilo. Creamos riqueza, empleos. Y el municipio gana prestigio con turismo de alto standing.
El suizo sonreía y de vez en cuando hablaba en voz baja con su compañero. Tino le miraba, le guiñaba el ojo y le decía: kein problem.
-Eso está hecho. Kein problem –repitió Goyo, y se echo a reír. Nosotros sabemos manejar estos asuntos. Todo tiene solución, menos la muerte ¿Verdad, Aurelio? Somos un gran equipo. Y vamos a ganar.
Las conversaciones se alargaron un rato y el cura irrumpió con una bandeja de almendrados y una botella de vino generoso. Ánimo Lucía, que te veo mustia.
-Vale, esto hay que celebrarlo. Lo mejor para cerrar un trato es el vino de celebrar. Me lo trajo de Valencia un amigo del obispado. Esos si que viven bien... pero trabajan mucho ¿eh?
-Anda, que como no ganemos las elecciones –bromeó Aurelio.
-¡Con la ayuda de la Virgen y con su liderazgo, don Aurelio. Faltaba más! –el cura se bebió el vino de un trago. Y todos levantaron la copa para brindar.
-Venga, otra que yo no brindé con ustedes.¿Está bueno, eh?
Cuando salieron, los coches de la caravana daban vueltas por el pueblo, repartían octavillas y prospectos. El alcalde y su mujer fueron a pie hasta una residencia de la tercera edad al final de la calle. En la escalinata de entrada había una monja delgada y alta con un velo y una diadema, una enfermera gorda en bata blanca con un ramo de flores y un anciano sentado en una silla de ruedas en traje azul oscuro, sombrero de fieltro y pantuflas. La mujer de don Aurelio nada más llegar le dio un beso al anciano y luego cogió el ramo de flores que le dio la enfermera. Atravesaron la recepción y salieron a un patio donde unos treinta ancianos y otros tanto familiares esperaban sentados. La monja pidió un aplauso para el alcalde y todos aplaudieron.
-Gracias, gracias –decía don Aurelio con la manos en alto y haciendo una uve con los dedos. Les prometió una televisión de pantalla plana y sillas de ruedas y ventiladores de techo para la sala de estar.
Un viejecillo se levantó y dijo que querían fumar. El candidato miró al fondo y dijo:
-Hoy, por ser un día especial se lo vamos a permitir ¿verdad hermana? Pero vaya usted al fondo del patio para que no moleste a sus amigos. –El hombre se levantó y fue seguido por otros seis o siete. De repente todos los asistentes aplaudieron y uno grito:
-Y barajas nuevas.
El alcalde volvió a levantar las manos en señal de victoria.
Salieron dos camareras con bandejas llenas de vasos y botellas de refrescos, que dejaron sobre la mesa y fueron repartiendo entre los ancianos. Algunos se acercaban a saludar al candidato o a besar a Lucía. Desde un altavoz sonaba la música del PCD. Aurelio abrazaba a las ancianas y les daba kleenex para que se secaran las lágrimas. Se giró y pidió un vaso de agua. Un abuelillo le alcanzó uno.
-Gracias –exclamó Aurelio y se lo bebió de un solo trago. Se llevó las manos al estómago y comenzó a toser sin parar. Lucía le daba palmadas en la espalda y Aurelio se pasaba la mano por la frente sofocado.
-Era aguardiente –grito Aurelio. La frente se le lleno de gotas de sudor. Se sentó en una silla y Lucía pidió un vaso de agua. Lo olió antes de dárselo a su marido y éste se lo bebió de un trago. Se quitó la camisa y se secó la frente. Todos los ancianos aplaudieron. Goyo se acercó con un cartón y le abanicó. La enfermera salió corriendo detrás de viejecillo y le quitó una petaca del bolsillo de la americana.
-¡Don Goyo! –gritó el anciano.
-¿Qué coño querrá? –protestó Goyo –parecen críos.
-Vamos que se nos está haciendo tarde –le recordó Goyo. –Ahora tenemos que ir a las escuelas, damos un mitin y repartimos programas. Los candidatos vamos en el descapotable y las mujeres que nos esperen en las escuelas.
Montaron en los coches. El sol pegaba de pleno. Todos sudaban. Aurelio cabeceaba. El chofer sacó una gorra de la guantera y se la pasó a don Aurelio.
-¡Joder! En cuanto lleguemos a la escuela me tomo un café bien cargado. Me estoy durmiendo.
-Lo que tienes que hacer es tomar una de estas –Goyo le mostró una pastilla. -Yo me tomo una por la mañana. Es lo que toman los líderes de los partidos. Esto es el Viagra de los políticos americanos. Toma. Hoy no podemos dormirnos. Si no aguantamos el tipo la jodemos. –Aurelio se la trago con un poco de agua.
En la entrada de las escuelas sólo estaba el guardián. La gente esperaba en un aula con las ventanas abiertas y sentada en los pupitres que quedaban en la parte de sombra. La mujer de Aurelio le trajo un café a la puerta del aula.
-Toma, que estabas dormido, que te lo noto. No te dejes comer el terreno, espabila.
Entró y estalló un gran aplauso. Aurelio habló de la importancia de la cultura en el municipio. Del interés de su partido por la gente joven y del gran impulso que habían tomado las tradiciones isleñas desde que él era alcalde. Se sacó un pañuelo y se secó la frente. Sobre la mesa había una botella de agua y varios vasos; cogió la botella y bebió a morro.
Goyo tomó la palabra y agradeció al alcalde todo lo que había hecho por la juventud. Prometió un estadio de fútbol nuevo y una piscina olímpica. Todos aplaudieron. Esperó; con la mano pedía silencio y calma:
-En estos cuatro años vamos a convertir el municipio en un ejemplo para toda la isla. Y mis planes son, un centro cultural con salón de actos y una gran superficie comercial con multicines. Y además un centro de asesoramiento para las pymes. Lo primero, crear puestos de trabajo.
Le dio un golpe en la espalda al alcalde y le levantó la mano. Todos aplaudieron y gritaban: ¡Alcalde!
De las escuelas subieron en caravana a un parque forestal donde habían organizado una gran paella. Goyo se metió en el mismo coche que el alcalde.
-Te veo apagado. Tienes que levantar el ánimo.
-Me estoy durmiendo –se quejó Aurelio –entre el sol y los tragos estoy que me duermo.
-¿Pero ya tomaste la pastilla?
-Sí, ya me diste una.
-Pues toma media más; venga. Hoy es el último día.
Los coches aparcados en hilera a lo largo de la carretera general cerca del parque forestal de Chio anunciaban el gentío que esperaba a la caravana. En un lugar apartado del merendero salían fumarolas de la parrilla y olor a chuletas a la brasa. Sobre otro fuego había una paellera monumental. El alcalde subió a un estrado y micrófono en mano, saludó a los asistentes.
-Estamos en la tierra más bonita de España. Vamos a ganar otra vez. Aunque haga calor, ganaremos. Hace un calor del carallo, como dirían los gallegos, pero les ganaremos. –se quitó la camisa y pidió que le pasaran una botella de agua. La cogió y se la echó por la cabeza. La gente estalló en carcajadas. Goyo, que estaba junto él, hizo lo mismo. Pero Aurelio, eufórico, levantó el brazo y añadió:
-Venga, todos a refrescarse. Pásame el vino que ahora lo que toca es comer y beber. Yo me quedaré aquí animando para que sepáis que voy a ser vuestro alcalde otros cuatro años. Porque yo soy como estos pinos –señaló al bosque –que mueren de pie.
-Dame otra, que estoy seco –Aurelio alargó el brazo. Uno de los de la primera fila le pasó una coca cola con hielo. Se la bebió de un trago. Siguió hablando y la gente entre vino y paella se reían a carcajadas.
-Tengo la boca seca. Dame otra.
-¿También con ron o sola? –le preguntó un paisano.
Lucía le arrancó la lata de coca cola y se la dio a Aurelio. Luego le pidió que bajara que ya estaba la comida en el plato. Se sentaron y, mientras comían, una rondalla tocaba “la farola del mar”. La gente iba y venía de las chuletas a las papas arrugadas.
-No comas demasiado que te hará mal.
-Deja ya de atosigarme, chica. –se quejó don Aurelio.
-No me hables así delante de la gente –murmuró Lucía –estás raro; bueno, rarísimo. Tú que nunca hablas hoy te has pasao. Goyo no tenía que prometer todo lo que ha prometido en el colegio. Ese papel te corresponde a ti. Y ponte una camisa que así no pareces un alcalde.
Aurelio se levantó de pronto, dio dos zancadas y se subió en el estrado otra vez:
-Estamos aquí para celebrar el final de la campaña electoral. Pasado mañana yo seré el alcalde. Que no lo dude nadie, el alcalde seré yo porque todos me van a votar. ¿Sí o no? –todos aplaudieron. -Vamos a construir un campo de golf, un hotel con cientos de camas, y no más apartamentos hasta que cambie la coyuntura. Y pondremos televisión en la residencia de la tercera edad. Césped artificial en el campo de fútbol –Le dio un hipo repentino y cada vez que quería recomenzar el discurso se veía interrumpido por el hipo. Una señora le pasó un vaso de agua con un cuchillo dentro:
-Beba siete sorbos y se quita el hipo.
El acalde se agachó para coger el vaso, dio un traspiés y Goyo que estaba debajo le ayudó. Los dos rodaron por el suelo después de una aparatosa caída. Goyo chillaba con un brazo desencajado. Aurelio permanecía quieto. Lucía corrió a socorrerlo, pero no se movía.
-Corran, un médico –se acercó uno de la Cruz Roja, se arrojó sobre él e intentó reanimarle. Le aplicó el boca a boca y masajes cardiacos.
-Para mí que se golpeó en la nuca –grito uno de la primera fila. –mire, hasta se dejó pelos en esta tabla.