30 de noviembre de 2009

UN POEMA CADA DÍA

i)
Repítelo otra vez
¿Desde dónde hablas?
Di yo
y entra en los árboles
déjate regar por su penumbra
y embalsámate de la armonía de la brisa

repite otra vez

a la impertinencia de tus pensamientos.

ii)

Los que están allá son mis enemigos
y yo quiero mando en plaza
y el agua que mana de sus fuentes

dadles mi agrio hedor
y el crujir de sus insectos

atadles para siempre a sus espíritus

y hacedme una corona
ahora que aun sabemos de la virtud de nuestro semen
y de la ignorancia del castigo.


iii)

Más allá está lo oscuro
lo intangible
siempre presente


iii

Quizás la memoria
en la taza de café o en la cerveza
amargos
reflejos amarillos
y el humo
y el rumor
de las hojas de un jardín ausente

22 de noviembre de 2009

Cuento para Eva

Entre fogones

Iba de compras por Jaener’s, unos grandes almacenes situados en la comercial Princess Street de Edimburgo, cuando subiendo una escalera mecánica vi a Jane. Jane, de niña, cuando venía al colegio de Tamaimo en Tenerife, donde yo era la directora y profesora de español para extranjeros, era una monada de ojos azules, melena rubia y aspecto frágil. El dibujo clásico de niña de cuento de hadas. Ahora seguía siendo preciosa, los ojos azul pálido, pero el pelo, negro. Obviamente debía de habérselo teñido. Se mostró muy cariñosa y con ganas de hablar. Se notaba que la dependencia alumna maestra le había dejado huella y Jane sentía un gran afecto por mi. Afecto y respeto, como veremos más tarde.
Fuimos a tomar un café en un Costa Coffee Lounge cerca de la estación central de ferrocarriles. Yo, con mi innato interés por todas las personas a las que conozco, enseguida comencé a hacerle preguntas: que dónde vives, que dónde trabajas, que si estás casada y cuántos hijos tienes. Jane sonreía e iba contestando a cuantas preguntas surgían de mi manantial de interrogantes: que ella vivía en Brighton, al sur de Inglaterra y que se casó un hindú que la trajo a vivir a Escocia, a Linlithgoe, un lugar tranquilo, a 28 kms. de Edimburgo. Un pueblo muy bonito, con un castillo medieval precioso. Yo lo conocía y sabía que este castillo había sido refugio de María Estuardo.
“Tuve dos hijos con él” continuó, “ pero un día me dejó con los críos y se fue. Desapareció. Según un amigo, que no quiere dar muchas explicaciones se fue a la India a jugar en un equipo de cricket”. Yo la animé para que a través del amigo pudiera instar a la policía para que lo persiguieran; pero Jane, mirando al fondo de la taza de café, como si temiera enfrentarse con la realidad me dijo que sus problemas ahora eran más de carácter cotidiano: tenía que cuidar de sus hijos, darles de comer, vestirlos y vivir en una casa. “Para todo esto se necesita dinero, y el dinero te lo dan si trabajas. Buscar trabajo es lo que hago cada día”.
Al principio, después de quedarse sola, dio clases de español, pues lo aprendió muy bien cuando estuvo en Canarias. Buscó trabajo en las recepciones de los hoteles, buscó en los anuncios por palabras, buscó en las agencias de trabajo temporal, en todo cuanto podía darle una oportunidad. Pero Jane no conseguía encontrar trabajo fijo. Bueno, ni fijo, ni tan siquiera de dos años seguidos. “Vivo a salto de mata”, exclamó sin quitar la mirada del fondo de la taza”. Le ofrecí otro café con leche y una magdalena. Ella aceptó agradecida.
“El último trabajo que me salió fue en un restaurante, de cocinera. Los primeros días trabajaba con una china que iba a dejar el trabajo porque se iba a los Estados Unidos. Ella me enseñó algunas cosas. Lo más gracioso es que yo le dije al dueño del restaurante que no sabía cocinar, pero él insistií en que sólo necesitaba manejar la plancha, y la verdad es que hacer cosas a la plancha, ensaladas, y patatas fritas, sí sé. Pero, después de estar allí dos meses dándole a la plancha, vino el hijo del dueño con la cantinela de que había que cambiar el menú. Y me dijo que confeccionara yo misma una carta. Ahí empezaron de nuevo mis problemas. Me dio una depresión. No salía de la cocina, y me pasaba las horas leyendo libros de gstronomía, menús fáciles, menús rápidos, observaba las verduras, olía las especias, picaba cantidades ingentes de cebolla…y me desahogaba. Un día estaba sentada a la mesa con un saco de garbanzos y, de entre todos los garbanzos, vi uno de color negroide. Lo cogí para tirarlo al cubo de la basura, pero como estaba tan deprimida, me dio pena. Fue uno de esos sentimientos profundos e incomprensibles: me puse a hablar con él. Y oí como decía: “¡Eh!, no acabes conmigo. Mira, chica, no estés triste, y no me tires a la basura, yo te puedo ayudar, si te dejas”. El garbanzo no paraba de hablar. Me hizo un estudio psicológico increíble: “Tú estás triste porque no tienes trabajo, pero tienes que tener en cuenta todas tus aptitudes. Aparte de que eres muy guapa, y aun puedes conseguir un hombre que te quiera, eres inteligente, intuitiva, entregada, generosa, medianamente culta. Lo que tienes que hacer es poner en práctica estos valores”. El garbanzo negro era mi propio ego y yo le escuchaba con atención y me sentía muy alagada con su discurso. “Pero… aquí está la adversativa: tú te sientes un poco frustrada porque sabiendo que eres como te he dicho al principio, los demás parece que no se dan cuenta”.
A partir de aquel día entraba en el restaurante una hora antes para que me diera tiempo de hablar con garbancito. Me dijo que me comprara un ordenador porque en la página “tus recetas punto com” encontraría material muy importante para confeccionar el nuevo menú. Pero el restaurante era más bien cutre, y, si les costaba pagarme las doscientas esterlinas que me pagaban cada semana, cómo me iban a comprar un ordenador. De eso nada.
Entonces me dijo garbancito que me comprara un wok y que hiciera cocina asiática. Le dije que pusiera los pies en la tierra, que cómo iba a cocinar esas cosas raras de las que ni tan siquiera me sabía los nombres. La solución de comprar un libro de cocina parecía la más normal. Así que me compré el libro de las diez mil recetas de la cocina inglesa. Y cada noche me metía en la cama con una bolsa de agua caliente en los pies y el recetario en las manos. Me dormía. No conseguía aprenderme ninguna receta. El lenguaje de la cocina me parecía pintura abstracta.
Una mañana me acordé de Begoña, una amiga de Bilbao, y la llamé. Le conté lo que me estaba pasando . Olvidaba deciros que a Begoña la conocí aquí porque vino a trabajar de cocinera a un restaurante de la Royal Mile. Me dijo que ella desde que tuvo familia, (tenía tres hijos) ya no cocinaba, pero que su marido, Kepa, tenía una herriko taberna en Hondarribia y que a lo mejor me podría echar una mano.
“Qué va, qué va. La cocina de Euskadi es griego para vosotros. Nosotros estamos a un nivel muy alto de cocina creativa. Los ingleses… qué va. Y los productos…¿De dónde sacarías tú los productos?”
Así que borre a Begoña y a Kepa de la lista.
Una mañana el hijo del dueño me dijo que me iba a enseñar a hacer garbanzos a la “mode de Caën”. Yo no había oído jamás hablar de Caën, pero me dejé llevar. Me dijo que pusiera mantequilla en el fondo de una cazuela, sal, unos calvos y que picara un par de puerros grandes. Los garbanzos los pondría a remojo el día anterior para que estuvieran tiernos en el momento en que los puerros estuvieran pochados. Luego echaría los garbanzos a la cazuela, los cubriría con caldo de verduras y los llevaría al hervor hasta que estuvieran hechos.
Por la mañana saqué los garbanzos y busqué el garbanzo negro. Lo metí en una tacita de café. Y él, que debió de haber oído lo me dijo el hijo del dueño, saltó:” De eso nada, no puedes hacer cocido de garbanzos. Es una cuestión de vida o muerte. Yo no puedo vivir solo en una taza de café. Necesito una bolsa de un kilo, por lo menos. Los garbanzos somos seres sociales”. Jane, que siempre amó tanto a los niños como a los animales, ahora amaba también a las legumbres, y comenzó a llorar.
Cuando llegó el hijo del dueño, se quitó el delantal y se despidió del trabajo.
Mi exalumna levantó la vista de la taza del café Costa y me miró como pidiéndome consejo.
Le dije que la historia era fantástica, y que podía escribir un cuento. Pero ella entre hipos y lágrimas me dijo que no creía que pudiera nunca vivir del cuento.

17 de noviembre de 2009

REFLEXIONES


Como muchos otros fines de semana, el día de Todos los Santos vinimos a Santa Cruz . Dejamos el coche en el garaje y subimos al piso. Un piso situado en el centro de la ciudad, pero muy tranquilo. Lola abrió la llave de paso del agua mientras yo subí los interruptores de la luz. Luego pasamos al salón , alzamos las cortinas del ventanal que da a la plaza y yo abrí la puerta del dormitorio para dejar allí la maleta.
Me quedé estupefacto: las paredes del dormitorio estaban inclinadas hacia la izquierda, y lo que antes eran ángulos rectos, se habían convertido en ángulos obtusos y agudos que daban al cuarto un aspecto romboidal. Los muebles y las alfombras no se habían acoplado a la desviación sufrida, de tal forma que la habitación era una pesadilla.
Llamé a mi mujer quien, presa de la más extraordinaria perplejidad, se cayó sentada en el sillón de su lado de la cama. Dudas sin sentido recorrieron nuestro cerebro y mirándonos frente a frente comenzamos a desentrañar el misterio: lo primero que hicimos fue subir al piso de la vecina de arriba y bajar al piso de la vecina de abajo; pero en ninguno de los pisos nos contestaron al timbre. Luego el portero nos dijo que las dos familias se habían ido a la basílica de Candelaria. ¿De romería?, pregunté. No sé, respondió el cancerbero.
Salimos a la calle y miramos a la fachada de la casa, pues si la habitación estaba inclinada hacia la derecha, también la fachada debería estar inclinada hacia el mismo lado, y no sólo la nuestra, sino la de los vecinos de arriba y abajo respectivamente. Pero la fachada del edificio no mostraba variación alguna; todo estaba perfectamente alineado con la acera y nada dejaba traslucir el desorden interior. Esta disociación entre el exterior y el interior me hizo pensar en el ser humano.
Pero mi mujer, sensata donde las haya, me sugirió que fuéramos al COAC, colegio de arquitectos de Canarias, y explicáramos el problema.
Nuestra perplejidad aumentó cuando el secretario del colegio nos dijo que éramos el décimo caso similar en la capital. “¿Similar?”, exclamé. “Bueno, similar, por no decir igual, pues en unos casos la inclinación es hacia la izquierda, y en otros la inclinación va para la derecha”. Y siguió diciendo que lo que estaba ocurriendo no tenía explicación lógica.
Llegamos a casa hechos polvo; nos sentamos en el sofá del salón y miramos hacia el techo esperando oír los pasos de los vecinos para intercambiar puntos de vista. Y cuando llegaron, doña Claudita, la vecina de arriba, dijo que había que ir a visitar al padre Antonio, párroco de San Francisco, con quien ella ya había hablado. La idea, a mi, me pareció disparatada, pues cada vez que se piden explicaciones a la virgen, ella evita comprometerse y la respuesta es el silencio.Pero doña Claudita nos dijo que el cura les había dicho que se trataba de un milagro. ¿De un milagro o de un misterio?, exclamé. Y mi mujer dijo que milagro o misterio para el caso era igual. Pero yo como soy hombre de palabra, me dirigí al R.A.E. para asegurarme de la diferencia, pues siempre entendí que los milagros eran hechos realizados con ayuda de la divinidad para solucionar algo. Y todos los milagros eran un misterio.
-¿Y quien le dice a usted que con estas inclinaciones, la divinidad no está tratando de ayudarnos? - Se revolvió doña Claudita.
Yo recordé un ensayo de Ortega y Gasset en que hablaba de la diferencia entre ideas y creencias, decía que si un día vamos a salir a la calle y nos encontramos que no hay calle, sería que han fallado nuestras creencias. Pues nosotros siempre creemos que detrás de la puerta de la calle está la calle. Acto seguido, Ortega pasaba a hablar de las “Ideas”, pero como no viene al caso de este discurso, lo dejo de lado. Enseguida me di cuenta de que las lucubraciones orteguianas no me iban a sacar del embrollo. Pero si algo quedaba claro era que mis creencias habían quedado en entredicho. Sin embargo no había jamás pensado en la actitud dadaísta de la divinidad, metiéndonos en un escenario tan absurdo.
Cuando llegó la noche, no quisimos quedarnos en la casa por si ocurría otro milagro y moríamos del infarto, así que nos fuimos a un hotelito que hay cerca del parque García Sanabria. Nos servimos dos Johnny Walker E.N. cada uno y a continuación nos metimos en la cama. Monseñor Escrivá de Balaguer entró en la habitación y le pedí que me explicara la diferencia entre milagro y misterio. -Hijo, mío –me dijo el santo –yo llevo todo el año haciendo un único milagro: que el PP suba en las encuestas. Y no estoy para divagaciones.
-¡No joda! –exclamé. Y seguí durmiendo.

16 de noviembre de 2009

UN POEMA CADA DÍA


Hay frases que son campos de exterminio,
puños del insomnio,
yeguas sorprendidas detrás de los espejos.


****

Hurgué en mi cuerpo,
y me acurruqué en los brazos
de un niño roto.

****

¿Dónde van las nubes si dios ha muerto?
Buscan la piedra
de este mapa árido y adormecido.

5 de noviembre de 2009

REFLEXIONES




Hipo

Ayer entré en una taberna que hay enfrente de mi casa porque tenía hipo. Existe una creencia según la cual si te bebes un vaso de agua con un cuchillo dentro, evitando que el cuchillo se salga del vaso mientras ingieres el agua, se te quita el hipo.
Bueno, entré en la taberna donde casi todas las mesas estaban ocupadas, pero una camarera de ojos azules, pelo negro y unas curvas emocionantes me atendió. Y no sé si fueron los ojos, el pelo o las curvas, pero el hipo desapareció ipso facto. Me senté a una mesita con dos cubiertos que estaba situada casi en el centro del restaurante. Me dio la carta: un listado de tapas andaluzas de entre las cuales la camarera, que me había quitado el hipo, me recomendó el gazpacho cordobés. Nunca había comido gazpacho cordobés, pero la joven me sonrió y me guiñó el ojo, a la vez que me decía que era la especialidad de la casa. Le pedí un vaso de vino tinto y enseguida me sirvió un Rioja que me pareció muy fuerte. Además como yo quería que la chica estuviera más tiempo conmigo, le pedí que me trajera una botella de Ribera del Duero. “Un riberita”, dijo, “le voy a dar uno que le gustará”.
Cogí la botella que me mostró como hacen los somelieres de los restaurantes de cocina creativa, y me puse a leer esa parte donde dicen que el vino es redondo en boca, con aromas de frutos del bosque y vainilla y ligero. A decir verdad, todas estas generalidades sobre el vino a mí no me importaban nada, yo me conformaba con leer y a la vez que leía observar a la camarera desde la cintura hasta la mitad de los muslos, perfectamente embutidos en unos pantalones que no sabría decir si eran de licra o de punto. Me sirvió el riberita y cuando acabé el buchito que me había servido, dijo, “¿rico, eh?” . Riquísimo, corroboré.
Desgraciadamente, las otras mesas estaban esperando sus consumiciones y la muchacha se largó de mi mesa y pronto apareció con varios platos en la mano para colocarlos dos mesas más allá, y así todo el rato hasta que yo que me despisto viendo una mosca volar, comencé a pensar en las cosas de la vida, y entre ellas llegó a mi memoria lo que había leído en el periódico de la mañana, que no era sino que Ángela Merkel había ofrecido en su campaña electoral rebajar los impuestos en veinticuatro mil millones de euros. Estas cantidades despistan mucho, y además de despistar vuelven loco a cualquiera. Yo, saqué mi calculadora y salvo error u omisión enseguida pensé: “¿cuántos habitantes hay en Canarias? Si dividimos los 24 mil millones entre los 2 millones de habitantes de Canarias nos da una cifra de doce mil euros por barba. Como la mayoría de las familias es de cuatro miembros, eso quiere decir que a cada familia de padre y dos hijos les corresponderían 48 mil euros. Pero vayámonos a África, donde con doce mil euros, es decir con mil euros al mes durante un año, una familia es millonaria. O repartamos este dinero entre los habitantes de mi pueblo, que sólo tiene 12 mil habitantes; a estos “luky” vecinos les tocarían dos millones de euros por persona.
De repente la camarera me trajo el gazpacho cordobés, una especie de crema aceitosa, con sabor a tomate y ajo, sabrosísimo. Ella se me acercó y me dijo como si me comunicara un secreto: “se le va a caer la baba”. Yo estaba un poco confuso con el reparto de millones del gobierno alemán y en ese momento me quedé cortado y casi víctima de un nuevo ataque de hipo, pues la palabra baba me hizo dar cuenta de que tenía sesenta y siete y ella apenas veintitantos.
Para entonces ya le había pedido una ración de chocos a la plancha y más vino. Los chocos debían de estar congelados o dios sabe en qué mar porque tardaron un montón en traérmelos. Tantos que volví a pensar en Ángela Merkel y en la dichosa bajada de impuestos. Tuve tiempo de beberme otros dos vasos de riberita y otro más que me sirvió un camarero colega de mi camarera cuyo nombre ahora ya sabía: Lourdes.
Terminé los chocos y en lugar de pedir un postre le pregunté a Lourdes si sabía preparar bien el gin tonic. “Todo lo hago estupendamente”, contestó. Y pocos minutos después apareció con el gin tonic servido en copa grande, con una voluta de cáscara de limón asomando por el borde del cristal y la tónica espumante saltando sobre el hielo. El gazpacho cordobés, los chocos y unas aceitunas que llegaron sin pedir me dieron una sed sahariana, que el vino tinto no aplacó en absoluto, así que el frescor de la combinación entró en mi boca como un beso soñado de la camarera.
Lourdes me ofreció un bienmesabe de almendra delicioso que era casi una obligación probarlo. Me lo sirvió con una bola de helado. Le pedí otro gin tonic.
En una mesa del rincón un joven vestido con camisa y pantalón negros comenzó a rasgar una guitarra. Yo no sé si por los gin tonics o porque el tío tocaba muy bien me quedé embelesado. Pero antes de que terminara la pieza tuve que ir al baño. Seguramente ustedes ya saben que el gin tonic es diurético. Bueno eso dicen mis amigos y cada vez que lo bebo tengo que ir a orinar un montón de veces. En una de estas vueltas, cuando llegué a la mesa me encontré con una nueva ginebra con tónica y Lourdes se acercó y me dijo que ésta era invitación de la casa. Y me preguntó si me gustaba el guitarrista. Le dije que me encantaba, que me gustaba como tocaba y su repertorio ( la verdad es que no tengo ni idea), pero antes de terminar mi replica le dije a Lourdes que perdonara que tenía que ir al aseo. A estas alturas de la noche Lourdes y todos los camareros se habían percatado de la cantidad de vueltas que yo daba al baño, y es que lo malo no es solamente el efecto diurético de la combinación; sino que hiperplasia típica de un hombre de sesenta y siete años obliga a que la micción sea una especie de gota a gota de lo más lento.
Al pagar la cuenta la camarera me miró sonriente y me preguntó que me había gustado más el gazpacho cordobés o el gin tonic. Le di treinta euros de propina y ella a mi, un besito en la frente.