20 de octubre de 2009

En el tanatorio

Foto de Pedro Santana y Ramón Pereyra

*************************************
Ayer fui al velatorio de una pobre mujer que se murió de vieja. Alrededor del féretro suspiraban hondamente sus amigas, y las que iban llegando se acercaban a verla por última vez a través de una ventanilla abierta en la tapa de la caja.
Una antigua casona perteneciente a una familia de la alta burguesía insular había sido cedida en alquiler al municipio y habilitada como tanatorio a las afueras del pueblo.
Cuchicheábamos entre nosotras deshilvanando recuerdos.
Cansada de estar sentada, me levanté para tomar café en una pequeña cocina donde dos vecinas, amigas de la difunta, atendían a los visitantes. Me lo tomé azucarado y comí dos rosquetes. Después de pasar por el cuarto de baño, con el regusto del café aun en los labios, volví a mi asiento. Pero aun no había llegado, cuando me di cuenta de que el féretro estaba flotando. Es decir, el féretro flotaba en el aire, pero se movía como si fuera una barca en el agua. Durante unos minutos estuvo dando vueltas por la sala y de repente la muerta, Lina, se incorporó, y, sentada en el fondo de la caja, miraba fijamente al duelo y a todos los presentes. Nos dimos cuenta de que por su forma de mirar, Lina venía del otro mundo, o por lo menos de algún lugar situado muy a las afueras de éste. Su hijo, con el brazo y el índice derecho extendidos, la señalaba y no podía dejar de reír. No decía nada, sólo se reía y apuntaba con el dedo a su madre.
La finada, sentada en la base del féretro, comenzó a hablar, farfullando y babeando al principio, pero luego claramente; decía que ella se quería despedir de nosotras antes de marcharse al otro mundo, que había sido una mujer humilde, que un sinvergüenza la dejó preñada de joven y que aquel desliz cambió su vida, que lo único de valor que tuvo jamás fue el hijo que nació hace sesenta años. Al decir esto, señaló a su hijo, que no dejaba de reírse a carcajadas, no se sabe si de alegría, de pena o por nervios; sólo un juez podría determinar con criterios jurídicos el verdadero motivo de su risa.
La barca, digo, el féretro continuó navegando por los pasillos, pues en la casa pasillos interminables se sucedían a pasillos interminables y salones desnudos se abrían ante la barcaza como lagunas extensas. Por los balcones abiertos se precipitaban en cascada flujos de rayos láser que desaparecían entre las buganvillas del jardín.
La mujer recitaba un resumen de su tránsito por la vida. Tenía la cara de cera, los ojos brillantes y verdes que tuvo cuando la engañó el sinvergüenza y los labios amoratados como los tienen los muertos. Su nuera le había puesto un fular de seda rodeándole la garganta que chocaba con la expresión pueblerina que arrastró durante su existencia: Lina no había conocido ni las entidades financieras, ni las cúpulas de los partidos, ni las comisiones por ventas. Su vida era la de una pantalonera, sumergida día y noche en el remate de los bajos, los bolsillos, las trabillas y las braguetas de cremallera. Una vida de a tanto la prenda terminada, planchada y doblada.
La embarcación surcó el último pasillo camino de la laguna Estigia, en cuyo extremo esperaba el cancerbero, con camiseta del Real Madrid y el Marca bajo el brazo.
Desde el más allá, Lina lanzó un beso a su hijo y desapareció. ¿Quién? Ella.
Cuando llegaron los de la funeraria, sin mirar dentro de la caja, que a pesar de todo lo ocurrido aun estaba en el tanatorio propiamente dicho, la cogieron junto a las coronas, metieron todo dentro del coche y se dirigieron a la iglesia de San Antón. Los allegados montaron en otros coches y formaron el cortejo fúnebre. El pobre hijo de Lina seguía llorando.
El cura aprovechó el responso para decir a los fieles que doña Lina estaba allí de cuerpo presente, y que no hicieran caso de los sueños perturbadores obra de Lucifer.

18 de octubre de 2009

UN POEMA CADA DIA, XXII


Un aroma de coñac y arroz con leche
persiste frente al balcón que mira a la alameda.

La justicia
desbocada sobre caballos de acero
cubrió el mantel de Noche Buena.

La abuela amarró sus nietos a las medias,
pero en la noche de pezuñas oxidadas
las mujeres masticaban gritos.

Un barco abrió su vientre
y encubó
desgarros de gaviotas.

Lejos quedó
la casa sin tejado,
y surgió un olor a rata entre ratas muertas.

El arroz con leche
quedó pegado a las paredes,
los cuerpos vacíos, por las sillas
y el humo de los puros, faro de la melancolía.

11 de octubre de 2009

9 de octubre de 2009

REFLEXIONES, XXII

Era uno de esos días luminosos del año, primeras horas de la tarde, cuando las madres esperan a la salida de los colegios, los jubilados salen en parejas a dar una vuelta antes de cenar y por unas horas la ciudad se llena de encanto.
Mi mujer y yo bajábamos por la calle del Pilar y al llegar al cruce con San Clemente vimos unas parejas de jóvenes disfrazados de rumberos y bailoteando sobre la acera. Pensamos que sería una comparsa de carnaval, pues en Santa Cruz, aunque no sea época de carnavales no es raro ver , a veces, comparsas de jóvenes que ensayan sus números durante el año. Es una forma de socializar, de pasar las tardes y con frecuencia se trasladan a las fiestas de algún pueblo para animar el baile de la plaza y cobrar unos euros que les sirvan para comprar los futuros disfraces.
Si algo caracteriza a los tinerfeños es su afición al baile, a la fiesta y al disfraz.
Lola y yo decidimos ir a tomar un refresco a la terraza del parque García Sanabria. Sentados en los veladores, uno puede ver las palmeras, los bambúes, los tuliperos del Gabón, las jacarandas, los flamboyanes y alguna magnolia espléndida. Los críos jugaban y lanzaban gritos de alegría correteando por el recinto infantil al otro lado del reloj floral. Mi mujer pidió dos cervezas y unas aceitunas que el camarero trajo al instante. Todo parecía florido y sonriente aquella tarde que no recuerdo si era de abril o de mayo, porque al poco de estar sentados en la terraza comenzaron a pasar unas sevillanas por la acera de la Clínica Parque. Lola me tocó el brazo y me pidió que me girara para ver las sevillanas. Pero no hizo falta porque justo por la acera cercana a nuestro velador pasó un bolero con una rumba cogidos de la mano. Como no habíamos visto jamás ritmos de música popular andar en pareja por la calle nos quedamos, ¿cómo diría yo?, estupefactos. Pero la tarde fue deslizándose de sorpresa en sorpresa y enseguida vimos un mambo del brazo de una cumbia, un cha-cha-cha con un merengue, guarachas, vallenatos, danzones. Todos los ritmos caribeños que pueda uno imaginar bajaban por la calle Méndez Núñez en dirección a la plaza Militar. Todos los ritmos adornados de volantes, colores luminosos, lunares, collares, flores, maracas y tambores.
Ante un desfile tan irreal, porque en la vida real los ritmos no van solos por la calle. Es, podríamos decir, como si el ritmo fuera dentro de las personas, pero en esta ocasión, no sé si por que era una tarde especial, uno de esos días luminosos de los que hablé al principio, o por lo que fuera, el caso es que los ritmos andaban fuera de los cuerpos, es decir solos.
Antes de llegar a la Plaza Militar, en la misma calle Méndez Núñez está el Ayuntamiento de la ciudad. Pues bien, parece que todos se dirigían a este lugar, y junto con todos los ritmos que se habían concentrado había cantidad de curiosos, entre ellos, ahora, mi mujer y yo.
La escena era muy festiva y tenía un tinte milagroso, pues los ritmos no eran corpóreos y si tuviera que describirlos no sabría que decir; a lo sumo podría silbarlos.
De pronto algo me llamó la atención: llegaron al lugar cinco o seis trajes, trajes de gran calidad, no se veían las marcas comerciales, pero sí sus telas: lana fría auténtica, estambre y seda, hilo, cachemira. En fin, trajes de pijos.
Los trajes se pusieron a bailar como si tuvieran un cuerpo dentro y bailaban estupendamente, bailaban y miraban a la gente con gesto desafiante, pero la gente pasaba de los trajes. Era como si los trajes no estuvieran allí. Sólo algunos nos dimos cuenta de su presencia. Y de repente apareció un juez, gordito, con cara de niño, pero con una determinación judicial en sus actos que no daba lugar a dudas: era un juez con su policía judicial al lado y un secretario apolillado sacado de la oficina de la audiencia. Se acercó a los trajes y les rebuscó los bolsillos. Estaban llenos de billetes de quinientos, de comprobantes de caja de las Islas Caimán, de la Isla de Man y de otros paraísos fiscales. Pero la gente, que hasta aquel momento no parecía enterarse de la presencia de los trajes bailantes, empezó a decirle al juez que dejara en paz a los trajes, que a ellos, es decir al público que miraba a los trajes, lo que le gustaba sobre todo era la música. Y es verdad, a la gente de Santa Cruz, gente de pueblo, gente normal y corriente, no te vayas a creer, gente como tú y como yo, no le interesa mucho lo que llevan los trajes dentro de sus bolsillos, eso son cosas privadas de cada cual, y además éste no era un momento para que un juez llegase y jodiera la fiesta. De eso nada: comenzaron a acompañar a los trajes con ritmos de palmas y los trajes bailaban como locos. Pero el clímax se alcanzó cuando por el balcón del ayuntamiento apareció un “bandolión” y comenzaron a llegar milongas y tangos en pareja. Las milongas estaban desbocadas, como se sabe no son tan melancólicas como los tangos y al pueblo llano, aunque no lleve ni un duro en el bolsillo, le encantan las milongas.
Así pues, vimos al juez que se sentó en un banco de la plaza y esperó a que terminara la fiesta. Y lo hizo por dos razones: primera, porque en aquel momento acababa de ponerse en huelga; segunda, porque los jueces nunca tienen prisa y tercera, porque como se suele decir: ni el dinero ni la querida se pueden esconder.

6 de octubre de 2009

UN POEMA CADA DÍA, XXI

Agradezco la oportunidad que me brindáis de poder decir unas palabras, que no serán muchas ni muy sensatas, porque detesto la sensatez y la cordura en la sobremesa.
En estos tiempos en que la gente tiene a gala ser hábil en el discurso, feroz en la dialéctica y capaz en el análisis matemático, me resulta difícil decir algo que tenga enjundia. Por eso me he acercado con una fórmula matemático literaria que exprese mi opinión (a falta de otras palabras).

Formula:
En una serie de números primos el más primo es el último que llega; aunque, si se haya la raíz (¿cuadrada?) de la serie, se observará que el resultado real es que el más primo es el más inocente.



A los números saludo


A los números redondos yo saludo;
al ocho , mujer discreta,
infinito, si tumbado en el espacio;
al seis, que es al sesenta y nueve,
lo que el nueve:
tan sexuales por la boca,
tan sensuales por los pies.
Odio al siete por perfecto,
y al uno que es lanza mortal.
Al cuatro, silla plebeya, lo rechazo.
Y adoro al tres, culo en popa.
Al cinco ¿qué es el cinco,
sino boca bajo un cuerno?
Pero de tanto guarismo,
al más redondo yo elijo,
al misterioso cero,
que circunscribe a la nada,
que carece de valor
que multiplica por diez
que es redondo como el ojo
y como el ojo del culo
es un riguroso cero
al que llamamos recto.
Finalmente, digo dos,
penitente, acobardado,
monjil sin más, par
primero entre los pares
y como tal insolente.

1 de octubre de 2009

UN POEMA CADA DIA XX

Dejad que hablen los huesos,
que articulen sus palabras necesarias,
que germinen las consonantes
con que se escribió la muerte;
el eco de los tiros de gracia
rebota por las bancadas del coro
y pide ayuda al sistema público de pensiones.

Hoy niños rotos
escarban con dedos septuagenarios.

El aire está cansado de silbar,
el tiempo oxida las cerraduras,
y erosiona piedras centinelas.

Sólo una nube de azúcar
señala con su sombra el lugar exacto.