29 de marzo de 2010

ANTÓNIMO

A pesar de los riesgos que conlleva un parto monocigótico ,Lorena decidió alumbrar en la vivienda familiar. Ordenó que le atendiera Rosa, la partera del Faro,
y desoyó los consejos del doctor Adan Nada, quien auguraba un parto de gemelos pegados. El día veinticinco de diciembre, Navidad, llegaron al mundo dos niños, que se llamarían Antoni y Blanco. Gemelos, estarían para siempre unidos por lazos invisibles que les hacían actuar como una sola persona. Mirándose mutuamente a los ojos leían sus pensamientos y adivinaban sus deseos.
Vivían confortablemente en la casa familiar; su padre, negociante de éxito, hizo construir una mansión amplia, con jardines y un bosquecillo de cedros y moreras. La casa se fue decorando sola, como por accidente, pues la madre se desentendía de este quehacer. Verdad es que había pocos muebles , pero de sólidas maderas oscuras: grandes mesas de roble, sillones coloniales y refrescantes celosías. Los muros, blancos y desnudos, se abrían con grandes ventanas por donde respiraba la mansión , llenándose de la luz del puerto. La única tarea que llamaba la atención de la madre de Antonio y Blanco era adornar la casa con las flores. Los viernes salía al mercado y volvía cargada de varas de gladiolo, de hortensias azuladas, de violetas africanas, de grandes rosas amarillas con las que llenaba el patio junto a los helechos y las clavelinas colgadas de macetas. Allí pasaban las horas en silencio Antonio y Blanco, horas largas de estudio y lectura concentrada y serena. Devoraban libros, y al terminar su lectura se miraban y sabían que los dos habían respirado en las mismas comas, sufrido con los mismos acontecimientos, reído juntos y encontrado los mismos problemas de entendimiento. No necesitaban palabras, se miraban y sus pensamientos fluían como la sangre por circuitos compartidos, rutas de doble dirección entre los dos cerebros .Si se fatigaban, se recostaban contra sus propias espaldas y dormían. Su madre les miraba las pestañas agitadas por movimientos convulsos como las alas de mariposa, y sabía que soñaban un mismo sueño.
Vivían en la casa familiar y desde la terraza veían el puerto, la grandes cuchillas de lona cortando el agua y el viento; oían el aullido de la brisa; olían el salitre de la espuma que salpicaba las rocas; todo, porque todo era mar y puerto desde la terraza de Antoni y Blanco.
No veían mucho a su padre, siempre ausente en interminables viajes de negocios.
En el colegio los gemelos seguían siendo como una misma persona. El maestro luchaba por separarlos, pero al final de la jornada Antoni y Blanco siempre aparecían en un extremo del primer banco, ocupando los mejores puestos. En el recreo, la clase jugaba al escondite y se organizaba en dos grupos; uno con la mitad de los alumnos y un gemelo se escondía, y el otro grupo con otro gemelo tenía que salir al encuentro .El gemelo buscador cerraba los ojos y en el acto sabía donde estaba el grupo escondido. Esta experiencia se repetía casi todos los días, pues los compañeros, incrédulos, no lograban satisfacer su asombro.
Antoni y Blanco se apellidaban Morales, por eso, un día un gracioso de la clase le llamó a Antoni, Antoni-Mo. Desde aquel día le llamaron todos Antónimo, hasta sus padres, y sus otros hermanos y su abuelo y los guardias del colegio.
Fue don Alberto el profesor de francés en los últimos cursos del colegio, el que consiguió separar sus individualidades. Lo consiguió a base de un damero maldito, un salto de caballo, un test sin pistas, un laberinto silábico y un pentagrama. Todos celebraron el éxito de don Alberto y los más contentos era ellos mismos , pues ahora ya podían jugar al escondite como los demás chavales, sin saber donde encontrase.
Aislado en su soledad recién estrenada, Blanco se encerró y Antónimo se largó de casa a un laberinto del parque de atracciones y ya nunca supo nadie qué fue de aquel muchacho. Blanco decidió no salir de casa. Se enclaustró. Vagó entre las sillas y las mecedoras de cerezo. Se encerró en la oscuridad del armario de tres cuerpos hasta que encontró una rendija que daba a la habitación de sus padres. Blanco se acurrucaba hasta que sus padres encendían la lámpara del cuarto y los espiaba. Un día, recostado sobre las toallas recién planchadas observó en la luna del mismo armario que su hermano saltaba de la terraza a los huertos, trepaba tapias, corría por la calle húmeda y adoquinada hasta la plaza donde turistas y pescadores bebían cerveza fría en veladores de granito. Deseó con los ojos cerrados que Antónimo volviera. Pero no era posible porque estaba en el laberinto del parque.
Pero la madre encontró a Blanco debajo de una toalla del armario y le convenció para que saliera. Blanco la siguió. Le gustaba el aroma de perfume “Tres primaveras” que siempre usaba. Ella le llevó a un velador del puerto donde podían hacer solitarios y tomar café caliente. Si el sol les daba en la cara resplandecían, pero ni la madre ni el hijo se daban cuenta de ello. Se miraban pero sólo se veían por dentro.
-¡Ya está, ya lo tengo!- exclamaba la madre cuando terminaba un solitario.
Blanco, sonriente, se acercaba a su cutis mórbido y le regalaba un beso. Pedían otro café y esperaban a la gitana del puerto para que les leyera las rayas de la mano.
-¿Qué ves, Chavela?- la madre de Blanco era nerviosa.
- Veo un amor mu grande, envuelto en telarañas.
-Mamá, no creo nada de lo que ha dicho la gitana - decía Blanco.
-Tendrías que ir a buscar a tu hermano-le replicó la madre.
Blanco no respondió. Y la madre al verle tan cerrado en sí mismo, pensó que lo mejor es que aprendiera a leer el futuro. Le habló de las echadoras judías, leedoras de un Tarot impecable. Le habló de las rezadoras de La Habana Vieja y de las mismas gitanas.
-A mi me gustaría iniciarme en la masonería-dijo Blanco.
- Pero si no sabes ni lo que es eso. Dime, a ver, ¿qué es la masonería?
Blanco la miró perplejo.
Su madre se sacó un compás de acero y un cartabón de madera del bolso y dijo:
-Toma, yo tengo cuanto tú necesitas.
Las nubes se deshacían como tules viejos ,y el chico volvió a casa para meterse dentro del armario, recostado sobre ropa blanca y las bufandas de invierno.
La madre sacó un baraja Fournier, pidió otro café y comenzó un solitario. El humo de su propio cigarro se enroscaba entre su pelo como un turbante de adivinadora.
- ¿Qué te juegas a que este solitario me sale a la primera?- dijo entre dientes.
Blanco se sentó sobre una manta escocesa y pensó en Antónimo y el laberinto.

2 comentarios:

María dijo...

Me ha gustado y sin embargo tengo la sensación como que me he perdido algo o me falta algo...
¡¡Vaya xD !! ¡¡Con lo contenta que estaba de haber entendido completamente tu poema de Lisboa, ahora resulta que me quedo medio en albis con tu relato!!

Una de dos, o Antoni, se harto de estar pegado a su hermano y de verdad desapareció, en cuyo caso no deja de sorprender la pasividad con la que se lo ha tomado su media naranja biológica. O Blanco sabe perfectamente sonde está Antoni y sabe que de allí, ya no puede regresar, porque a ver Blanco y su madre son pelín raritos, que ya me dirás una que sea echador de cartas y el otro que quiere ser masón...¡¡Si aún quisiera ser arquitecto y luego pasarse, pues vale!!

Ay, Joaquín siempre me voy con dudas ;-)

Pero habiendo disfrutado de cómo escribes, eso también.


Más besos y feliz semana cortita.

Kim Basinguer dijo...

Creo que el mas listo era Antoni.