12 de mayo de 2011



Las ratas

Cuando murió su marido, a Dorotea se le cayó el mundo encima; se acobardó y nunca más salió de casa. El trabajo era un fin en sí mismo y ella trabajaba sin cesar. Su gran placer era la comida y por ello su mayor talento la cocina donde antaño pasaba horas fregando y cocinando para su marido y luego para sus hijos y, cuando estos se casaron, para sus yernos, nueras y nietos.
Tenía otros saberes: planchaba muy bien las camisas y los manteles, sacaba brillo a las lámparas; pero no tenía gusto ni para el ornamento ni para el orden. Después de una limpieza de horas, Dorotea dejaba en cualquier lugar las escobas, las pinzas de la cera y los trapos para el polvo.
Josetxo, su marido, le dejó dos rentas que fue devorando el tiempo, y una casa vieja, su única casa, a la que los años le daban zarpazos. Por eso Petrequillo, el carpintero, vino a repararle la tarima del suelo.
- Toma, siéntate y toma un chiquito antes de empezar. Es de rioja, lo compro siempre en la “Cepa”. –Dorotea arrastrando su cuerpo blando y redondo y sus piernas regadas de varices se acercó al armario, cogió una botella por el cuello y le sirvió un vasito de vino al carpintero.
Petrequillo se bebió el vaso de un solo trago y mirando al suelo dijo:
-Dorotea esta madera parece corcho. Un día se hundirá y te perderás por ahí abajo. –soltó una carcajada y alargó el brazo para Dorotea le sirviera otro.
Dorotea cabizbaja fue hasta el armario y cortó un poco de queso y un casco de pan. Lo dejó junto al vaso de vino y miró al suelo: cada vez había más parches en la madera. Por las noches las ratas se adueñaban de la cocina. Hacían agujeros para salir y agujeros para entrar. La anciana, antes de irse a dormir, cerraba las puertas de los armarios, retiraba los pucheros del fogón, subía las sillas sobre la mesa y colocaba ratoneras y trozos de queso con veneno. Era una lucha diaria, si se olvidaba un caldero sobre el fogón aparecía volcado; las servilletas o los periódicos carcomidos; las toallas del vater, el papel higiénico, las patas de la mesa, los cabales de la luz, todo roído.
-Nunca ganarás la batalla –le decía Petrequillo –por cada persona hay cinco ratas escondidas. Son listas; en los barcos nunca las cogen, siempre se escapan.
Dorotea, sentada sobre una silla de madera, al extremo de la gran mesa de la cocina, miraba fijamente la labor del carpintero y se estremecía pensando en los roedores de cola larga y peluda que atrapaba todas mañanas con las ratoneras.
Margari, la hija de Gloria la pescatera, tenía mucha amistad con la vieja y la visitaba con frecuencia.
-Ponles comida, cébalas durante un tiempo, acostúmbralas, que salgan todas a comer a la cocina, engáñalas. Ese día les pones veneno y que revienten. –Margari le dio un beso en la mejilla a la anciana para animarla.
-Tendrías que salir a la calle, aunque sea un poco; te van a volver loca.
-¿Sabes, Maragari? Los pensamientos son como ratas, se meten sin permiso en la cabeza y te hurgan como la polilla. Me amargan los recuerdo, prefiero quedarme en casa. Además, mira.
Dorotea se bajó la media y descubrió una variz ulcerosa en el tobillo hinchado.
-No podría caminar ni de aquí a la esquina –se pasó la yema del dedo con cuidado por la piel tirante de la herida. –Ayer limpié toda la cocina con lejía, las sillas, el granito de la mesa. Hoy otra vez. Estoy deshecha. A la noche cuando me acuesto oigo golpes secos, creo que suben a la mesa y saltan al suelo; es como si jugaran a quitarme el sueño. El pobre –señaló al gato que estaba dormido sobre una silla –todas las noches viene a dormir en mi cama. Menos mal, que no se meten en el dormitorio.
Margari sacó una cajetilla de cigarrillos de un bolso y se prendió uno. Y Dorotea cogió el bolso y pasó la mano por la piel acariciándolo como si fuera un animal de compañía.
-Para que veas, al pobre gato hasta le mordieron una oreja. La ves –alzó con esfuerzo sus piernas pesadas y se agachó a coger al gato que ni se despertó en brazos de la dueña. Luego se sentó y dejó que el animal siguiera dormido sobre sus muslos.
De repente se quedaron las dos en silencio. Dorotea sintió un rubor que la sofocaba. Se levantó y miró a la calle desde la ventana de la cocina. Alrededor, todo casa altas y olor a lluvia.
-Dorotea, déjeme verle. Tiene usted una mancha negra en la cabeza –Margari le acercó un espejo; Dorotea tiene dificultad para verse la mancha que se vislumbra entre una mecha de cabello y un postizo que lleva siempre en el tupé. Pero Margari le levanta el pelo y se la muestra.
-Tengo manchas porque soy vieja y a las viejas nos salen manchas. Hasta para eso nos ganan los hombres. Ellos se van y nos dejan solas, envejeciendo. Margari, a veces pienso que estas manchas son las ratas. No duermo, paso las noches sentada en la cama. Y ellas corren, saltan, arañan y arrastran las cosas. ¡Ojalá me hubiera muerto yo y no, Josetxo!
Margari mira alrededor y no ve la foto en sepia de la boda de Josetxo y Dorotea.
-¿Dónde tiene la foto de la boda?
-La quité, no quiero recuerdos ¡Ojalá se me olvidara todo, como a los críos!
Cuando llegó la noche la lluvia golpeó con fuerza los adoquines de la calle, de los aleros saltaban chorros de agua sobre los coches y los últimos borrachos se llamaban a gritos por su nombre. Lejos, los truenos de la tormenta retumbaban. Desde la cocina llegaba el mismo estruendo de todas las noches. Dorotea se levantó y en camisón deslizó los pies dentro de las zapatillas y se arrastró con el gato en los brazos hasta la cocina para cerrar la ventana. Todo estaba oscuro. “Otro caldero”, pensó. Palpó la pared en busca del interruptor. Avanzó un poco para encontrarlo. Sus dedos tantearon la pared lisa y húmeda. Arañó el yeso tierno como la masa de hace pan. Dio unos pasos y se sintió desorientada. No encontraba tampoco la puerta de la cocina. El gato dio un salto y se le escapó de los brazos. Un golpe seco delató la caída. Las ratas se alborotaron. La anciana daba vueltas con las manos extendidas, sus brazos gordos pegados al pecho, la mano extendida sobre el escote.
Pisó un objeto frío y cayó al suelo. Con gestos descontrolados intentó parar la caída; el tiempo se hizo eterno. Vio una luz circular como una luna azul diminuta. Josetxo la esperaba con traje de domingo. Oyó un ruido enorme y sintió un calor que le retorcía el cuello.
Días más tarde, Margari vino a verla. Al entrar, las ratas corrieron despavoridas. Un hedor agrio le produjo nausea. El cuerpo blando de Dorotea se extendía por el suelo, con el cuello torcido, la barbilla contra el pecho y el gato aplastado entre sus muslos.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

JOPE
EVA

María dijo...

¡¡Jo pi, JOAQUÍN!! ¡¡ vaya relato!!

El caso es que según te leía me lo temía, el final de Dorotea tristemente es el de demasiadas personas en su misma situación de soledad... aún sin ratas que socaven los cimientos de su casa y su cabeza...

Pero...¡¡la descripción de su cuerpo!! jooooooooo :-)


Supongo que es lo que pretendías...y lo has conseguido, que lo sepas... me voy con el cuerpo retorcido de Dorotea en la retina mental con su pobre gato entre las piernas:-)


Muchos besos JOAQUÍN y feliz semana.

María dijo...

jajaja no había visto a EVA ¿has visto? a duo:-)

Myriam dijo...

El relato es muy bueno, pero es terrible dura la lectura. AL menos, su Josetxo, la esperaba con traje de domingo.

Un abrazo, este domingo